“Alguien ha dicho que los sentidos son los maestros primarios de la humanidad.  Nos enseñan las primeras letras:  un sinfín de cosas útiles, pero también una buena porción de falsedades.  La cosmología de Aristóteles fue falsa porque daba demasiado crédito a los ojos.  El científico les tiene una cierta desconfianza a los sentidos:  a ojos y oídos”
Ignacio Burk.

I. Pintorequismo idealista

La historia del mundo antiguo está llena de graciosas o grotescas anécdotas sobre filósofos.  Rápido viene a la mente aquel impresionante señor sofista que se paraba en la plaza pública y ante un auditorio por fuerza culto ─el griego─ demostraba cómo una tortuga le ganaba una carrera a Aquiles, el de los pies ligeros.

O esta otra, que calza al pelo con nuestro tema:  que Demócrito se arrancó los ojos para impedir que las impresiones del mundo exterior interfiriesen en sus meditaciones.

Y así muchas otras que ponen ante nuestros ojos a unos griegos entusiastas y capaces de todo por conservar la mecánica de su razonamiento lógico.

Demócrito tuvo como discípulo a Protágoras, el famoso creador de la frase “El hombre es la media de las cosas”, de gran controversia interpretativa hasta hoy; y tuvo como maestro a Leucipo de Mileto, fundador de la teoría atomista, aunque para muchos estudiosos no existió más que como un ardid-invención de Demócrito para sustentar sus afirmaciones.

Demócrito es considerado por muchos el padre de la ciencia moderna por aquella propuesta suya de desterrar a la magia en la explicación de los fenómenos físicos:  sentir el contacto de un cuerpo sobre la mano, por ejemplo, no tiene su causa en la presencia de un dios de la materia en las cosas, sino en un proceso puramente físico y mecánico.  Más allá, incluso, postula que la visión es posible a la emisión de partículas de los cuerpos, teoría corpuscular desarrollada siglos después por Newton.

Sin que esto necesariamente deje de conceptuarlos como idealistas, como de hecho más modernamente los catalogamos (pensadores entregados a un puro discurrir del razonamiento, que da para hacer ciencia y explicar la vida, rozando la meditación), tales inquietantes atisbos epistemológicos traen a la consideración la eterna discusión de la conciencia humana como derivada de la materia o de las ideas (dualismo materialismo-idealismo).

Al sacar a dios de los cuentos humanos, a Demócrito se le considera el primer ateo.  Postula que la realidad es materia:  "Los principios de todas las cosas son los átomos y el [vacío]; todo lo demás es dudoso y opinable"; y que "El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío, pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”.

Dice la literatura que Platón en su tiempo lo aborrecía y que, en un acceso de ira, intentó quemar sus escritos.

De Protágoras, su discípulo, el de la fase controversial arriba dicha, se dice que fue el creador del arte retórico y el primer profesional de la educación que se conoce:  sofista, viajero, donde iba cobraba un alto sueldo por enseñar.

Era lo que hoy se llama un agnóstico:  “respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana.” Actitud escéptica que, como en Pirrón (fundador del escepticismo filosófico), probablemente fue alimentada por su condición viajera y gran conocedor de mundo.

Su frase “El hombre es la medida”, independientemente de la interpretación individual o colectiva que se le dé, encarna un alto contenido de relatividad humana, fundamentalmente anclada en la capacidad de juicio de los hombres, inevitablemente soportada en el testimonio de los sentidos, considerados de dudosa exactitud o perversión hasta por ellos mismos, los antiguos.  No es casual que de esta línea familiar de filósofos mencionados algunos hayan acometido acciones tendentes a suprimir el yerro que se hereda del testimonio de los sentidos y que puede turbar la capacidad de juicio del hombre:  como se dijo de Demócrito, que se sacó los ojos para que no entorpecieran su meditación del mundo, también se dice que el filósofo Pirrón se extirpó las cuerdas vocales para así mantener una libre suspensión del juicio.

Después de leer su escrito Sobre los dioses, muerto su protector Pericles, este discípulos de Demócrito, Protágoras, cayó en desgracia.  Fue acusado de impiedad, y se impartió la orden de quemar sus libros y condenado a muerte o destierro, disyuntiva aún imprecisa.  Tal cual como ocurriera con Sócrates, condenado por profesar y propalar sus creencias, incómodas para el orden establecido.

Del maestro de Demócrito, Leucipo de Mileto, hay que decir lo que del mismo Demócrito:  fundó el atomismo mecanicista:  existe el ser (formado por átomos) como el no-ser (formado por el vacío), esto en aparente respuesta a las enseñanzas de su maestro Parménides.  Atiende la naturaleza formal de las cosas y señala, por ejemplo, que el alma esta formada por átomos esféricos.

 

II. La cruda materia

Lo anterior, tal retahíla sobre filósofos convencidos de  sus ideas y desconfiados del testimonio que le brindan sus propios sentidos, sienta el precedente conflictivo filosófico entre la autoridad y el pensamiento, emblemáticamente ilustrado con la vida y condena de Sócrates, si hablamos de los antiguos, y con la de Galileo Galilei o Giordano Bruno, si de los modernos.

Desterrar la magia como opción explicativa del mundo sensible y, en consecuencia, ser acusado de ateo por excluir a los dioses de las debidas explicaciones; traer a colación a los átomos, aquello no que no se puede cortar, y proclamar y propalar que ellos por sí mismos (no por dioses) generan una sensibilidad que permite percibirlos; sufrir persecución y quema de libros como represalia y castigo por todo lo anterior, inaugura un cuadro de la experiencia gnoseológica que encuentra repetición varios siglos después con Copérnico, Giordano Bruno, Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes en la fundación de la filosofía y ciencia modernas.

Y es porque en el fondo, puede decirse, lo mismo para antiguos como para modernos, pende a la consideración el tema de la materia y la conciencia, de las ideas y la conciencia, apartados que dividen en corrientes a la filosofía.  Los unos materialistas, desterradores de dioses en su explicación de que la conciencia humana es consecuencia de lo material; los otros idealistas, que propalan que la idea es lo primordial.

En el principio no fueron los hombres, seres concretos, sino los dioses, seres etéreos.  Es la era mágica y primera de la razón humana.  Herramientas y hasta los mismos sentidos humanos son prescindibles para acceder a lo que entonces los hombres proclaman sus verdades, sus esencias, sus dioses, su panacea explicativa.  Si en un principio son las ideas (eso etéreo inalcanzable), es consecuente que la meditación sea el camino esencial para acceder a ellas.  Por ello no extraña que un Demócrito se arrancase los ojos para no importunarla; o que un Pirrón se extirpase las cuerdas vocales para no contaminar su juicio durante su ocurrencia.

El único método que entonces precisa tal sistema filosófico para sin yerro dar con la verdad, para su ciencia fundar una historia natural, es el de la meditación y el de seguir la evolución del espíritu, como dijera casi dos mil años después Francis Bacon.  Porque la verdad está subsumida en lo esencial, en lo etéreo, en la interioridad del individuo que percibe su sustancia y en su abstracción de lo externo.  La primera edad filosófica del mundo es, pues, la meditación, con todos su yerros y omisiones respecto del mundo extraconciente.

Pero los hombres son humanos y están dotados ─limitada e imperfectamente─ de sentidos, entonces la medida de las cosas.  Son los “genios malignos” del error (tanto entonces como ahora), como también mucho tiempo después dijera Descartes.  Su testimonio fementido hacia la corriente interna de la evolución del espíritu y sus ideas eventualmente degeneraba en perturbación contaminante.  Así ─volvemos─ se explica la anécdota de Pirrón y Demócrito.

Sin embargo, con todo y su por algunos postulada inadecuación en la aprehensión de lo esencial, los sentidos fueron la primera medida filosófica, la primera escuela de los hombres, como lo es la misma infancia para el humano.  Verdad y error estaban implicados en su percepción y, aun en el supuesto de apreciar la verdad, su testimonio siempre se consideraba alejado de la pureza y divinidad imperante en lo esencial.

La tragedia para los hombres empieza con los brotes materialistas, muchísimo antes que la historia de estos griegos de los que hablamos.   En otras culturas y enfoques podía el agua generar la vida, tener sus propiedades y facultades, ser diosa instituida sin problema alguno; pero en la época griega que tratamos, atribuirle a la materia propiedades autónomas era incurrir en ateísmo e impiedad.  Un dios animaba la materia y con su magia la hacia sensible a la percepción humana.  Se entiende que no era posible eso de que “en un principio fuese la materia, luego la conciencia”. Los dioses siempre fueron.

Si ya la percepción imprecisa de las cosas comportaba una contaminación para la corriente interna de la busca de la verdad, perturbando la meditación, el libre fluir del espíritu, mayor drama habría de representar aseveraciones como que la materia tenía una sistémica vida propia, desentendida de divinidad alguna; grave era eso de que una moneda en la mano la percibo porque ella, materialmente, emite un peculiar efecto y no porque la anime un dios para que yo sepa.  Lo contrario no es idealismo, sino ateísmo, para desgracia de sus propulsores.

Se trata de una era primitiva del pensar, como llevamos dicho, ensimismada en su propia fenomenología, en su dialéctica, que abarcó toda la época del razonar griego hasta el luminoso Aristóteles, que, sin otro remedio y auxilio que sus ojos y el peculiar razonamiento de herencia y formación, parió y oficializó dicho espíritu para el devenir de la humanidad, hasta hace muy poco.

Los escolásticos se encargarían después de vestir el cuerpo del pensar griego con el ropaje religioso cristiano (o viceversa), haciéndolo Estado, lo cual seguramente ha de representar la mayor aspiración del idealismo filosófico entre los políticos hombres.

Cuando con sus métodos y herramientas advienen los hombres de la ciencia moderna (Copérnico, Bruno, Bacon, Galileo, Descartes) y empiezan a cuestionar verdades establecidas, empieza otra vez a repetirse el ciclo del acusatorio de “irrespeto” al pensamiento divino, la historia de herejía, el ateísmo o impiedad.  Pero está vez con mejores métodos y esperanzas defensivos para el “hereje”; con más ciencia y menos refutación (aunque, en contrapartida, con más fanatismo); con más materia terrenal y menos aérea conciencia, para decirlo con un lenguaje de mayor aclimatación.  Y el asunto ─la debacle aristotélica y ptolomeica, específicamente─ empieza por el cuestionamiento geocentrista. 

La materia cobró dimensión existencial, filosófica, científica; empezó a tener leyes, leyes ajenas a etéreas divinidades.  Los nuevos instrumentos, apoyo de los sentidos, exorcizaban en lo posible el yerro natural humano, esa ingenuidad del principio.  Y el mundo de los sentidos empezó a caer; Aristóteles, a tambalearse.  No era tan cierto eso de que los sentidos fuesen la medida de las cosas (tomando partido nosotros por una de sus interpretaciones):  los ojos decían que alrededor de la Tierra, divina ella, giraba todo; pero los instrumentos empezaron a comprobar lo contrario.

El método y las herramientas hicieron la diferencia respecto de la ingenuidad filosófica antigua; trajeron consigo la filosofía y ciencia modernas.

La filosofía antigua es como la primera escuela de los sentidos:  verdad y mentira navegan en ella, como en barcazas construidas con medidas ingenuas.  Aristóteles oficializó el espíritu griego, pero también su caterva errónea, transformada luego en autoridad.  Y los escolásticos luego hicieron ese trabajo: pervirtieron el espírtu idealista griego y lo reclavetearon haciendo de la barcaza una iglesia.  Ergo, tenemos al hombre, ser político y religioso, pensante humano, sometido en su pensamiento al tal método de autoridad mental, avasallado, en fin, por tanta “verdad” impuesta, en los sucesivo acariciando el arma del dudar y la desconfianza. Esto si reducimos al hombre a la simpleza interpretativa de que es un ser de conflictos, de fe y rebelión.

Las nuevas herramientas, actitudes y métodos invirtieron los papeles en la busca de la verdad:  ahora lo perturbado en el hallazgo no era la corriente interna del espíritu; al contrario, el espíritu humano, con su formación y carga de maderos claveteados, era quien entorpecía el libre fluir e interpretación de la corriente material y sus leyes.  El punto es materia de reflexión para Bacon en su Novum Organum y sus conocidos ídolos del prejuicio.

0 comentarios:

Entrada más reciente Entrada antigua Inicio

Blogger Template by Blogcrowds