Tener, ser, saber

“Explicar la diferencia que hay entre:  lo que uno tiene; lo que uno es; lo que uno sabe.  Considere que lo que uno sabe es siempre legítimo, honestamente adquirido, moralmente inobjetable y de ningún modo expropiable”
Ignacio Burk

I

“Tener”, corrientemente “lo que uno tiene”, en general parece determinarse por “el qué dirán”.  Tiene mucho de prejuicio, de convención, de sentencia social.  Y puede, por consiguiente, comportar una gran falsedad respecto al real “contenido”  (valor) de lo que se tiene.  Es decir, confusión en relación a su conceptuación en términos de autenticidad; si vale más “tener” porque se es propietario de asuntos materiales o porque se es portador de intangibles sustancias espirituales.

Para el primer caso, bien que parece haber condiciones concretas para decir “yo tengo”; la casa, vehículo o los billones de bolívares así lo acreditan.  Para el segundo, suponiéndose que no se tenga más que la vida y cierto saber, es más difícil acreditar que se tiene algo, aunque el conocimiento o saber del cual se es dueño pueda comportar la maravilla de salvar al mundo.

El problema es que es intangible, nadie lo ve y no puede ser digerido para que alguien, por ejemplo, se lo coma y pueda luego decir que sirve para algo.  De allí el menosprecio por el mundo de lo invisible, para decirlo de algún modo. 

Se cansó el mundo de “tener” maestros que promulgaron el conocimiento que salva al mundo, y fueron en su tiempo, sin excepción alguna, a los ojos de los dueños de las fortunas, unos redomados miserables, en muchos casos descamisados hasta morir.  Tal es el precio de no ser rico en los asuntos materiales de la Tierra; esto es, en no ser depositario de los tesoros monetarios, sino de las ideas, mismas que son como la moneda de lo etéreo.  Tocarse la cabeza y decir “Tengo” mantiene una diferencia sustancial con que toques tu billetera o tus propiedades y digas lo mismo.

Tanto es la necesidad de convicción por “tocar madera” del hombre que los mismos maestros, a veces cansados de la vocación material del mundo, tuvieron que aceptar entre sus seguidores a hombres que jamás terminaron de desprenderse de semejante modelamiento.  Santo Tomás tuvo que introducir un dedo en la mano herida de Jesús de Nazaret para cerciorarse de su divinidad, aun hecha materia.  Porque es así con el hombre:  lo incorpóreo, lo que es moneda de lo invisible, no parece ser parte del mundo concreto terrenal, perteneciendo, por el contrario, al mundo de los númenes y los cielos.

Quien ha tenido el conocimiento jamás en su tiempo ha sido dueño de “nada” (para continuar con este materialismo) , aunque por momentos pueda haber sentido que la humanidad dependa de sus “secretos”.  Domeñaron los sacerdotes antiguos a sus pueblos con sus saberes astronómicos, físicos y químicos, como magia determinante sobre la actividad de manutención colectiva, como la agricultura, la caza y la pesca; pero siempre estuvieron al servicio de una casta superior, es decir, de unos mayores potentados dueños de “todo”, hechos con el poder de ser dueños de vidas.

Científicos de todo tiempo descubren las leyes que regulan la materia y la fenomenología física del mundo, y algunos en su época no pudieron siquiera hablar de sus hallazgos, aunque estos pronosticase que una bola de fuego se acercaba al planeta Tierra para destruirlo.  Modernamente, como tampoco contemporáneamente, la suerte ha cambiado.  Quienes sean estudiosos de los pormenores de la física (estandarte científico de lo material, para estrechar un poco los campos y para escoger el ejemplo alusivo), ricos como sea en conocimientos, no pasan de ser más que útiles operarios al servicio de los poderes constituidos (estructurales, tangibles) del mundo.  Como si la materia tuviese la vida y voluntad propias de sus dueños y se diese el lujo de explotar a conveniencia el contenido de semejantes envases de “aire” humano.

Quienes sabios (operarios al fin) trabajaron para concretar el armamento atómico fueron científicos prácticamente convictos de las fuerzas de seguridad del “mundo poderoso de lo material” reinante, para de algún modo retratar a quienes dueños de la materia y la fuerza la utilizan como una herramienta para el dominio sobre los demás.  Ricos, terratenientes, transnacionales, plutócratas, son los dueños materiales del planeta Tierra, luciendo el otro “rico”, el que tiene el conocimiento (para restringirnos a nuestros puntos), como una criatura que muy a su pesar parece tener un cuerpo material que requiere su espacio vital en el mundo, teniendo que pedir permiso para vivir a quienes funjan de amos.

Al sabio se le paga con una “hoja de servicios” y reconocimientos académicos, y hasta con “inmortalidad”, si de la especie antigua.  Su poder y capacidad de obrar son limitados; su estatus y tener, estereotipados.  Siempre operarios, “al servicio de”.  Siempre hombres “nobles” que consumieron su vida para adentrarse en las honduras que rigen el mundo de lo material, mientras los otros se apoderaban de los campos por ellos estudiados.  Tal es la suerte y destino de los hombres llamados de ideas:  científicos, revolucionarios, soñadores, predicadores…, desprendidos de lo mundano material para hacerse representantes de otros mundos en la Tierra.  Jesús de Nazaret trastocó el mundo con sus tesis –si, como no-, pero el mundo nuevo inaugurado por su Iglesia dista a un año luz de su predicación original, sistematizadas sus enseñanzas en un corpus monumental de la hipocresía, asimiladas por los posteriores aparatos del Estado como mecanismos de control, siendo presuntamente hasta el Estado mismo en muchos casos, al servicios de potentados y minorías.  La religión, para el caso, es un desenfrenado libro sagrado pervertido históricamente en sus códices según pautas de las estructuras a conservar.

A cuentagotas, como siempre ha sido la historia, sus aportes, los precipitados de sus riquezas (hablamos de los sabios, dueños de nada), han tenido un impacto dosificado sobre la realidad, dado que la realidad –ese aparente mundo concreto de lo material- ha mantenido siempre sobre sí un custodio de la conveniencia, un cancerbero que devenga intereses de la moldura material de “como está hecha la vida”.  De modo que nadie podrá aseverar que un teniente de las ideas modificó nada, así como así porque quiso y dispuso, demostrando con su acción valencia de su creída condición de tener.   Nada más lejos, como llevamos dicho.

El mundo, pues, es ese molde expresión de quien “tiene” y es dueño de los asuntos materiales; es un edificio atravesado por los vericuetos interesados en velar sus propias fronteras.  Moverlo, esto es, intentar contagiarlo con un brote de “riqueza” de quien pare una idea aunque sea luminosa, no vale el esfuerzo ni de la idea misma, al menos en un plazo inmediato.  Granítica es la tenencia de quienes se apropian del sistema, es decir, del verbo “tener” hecho práctica.  Se mantuvo a Aristóteles por los Estados y formas de poder occidentales como la versión oficial de la realidad, hasta no hace gran cosa de tiempo, manteniendo estático el interés de ciertos grupos humanos; Galileo Galilei, con su gran verdad, no convino al estatus material del momento con sus elucubraciones y fue obligado a sumirse en foso de sus propias negaciones.

El poder es el átomo (y quienes en efecto lo señorean), nominación de lo material, con todo y que es una convencional idea confeccionada por sabios.  Arquímedes, el sabio griego, después de todo inventaba pertrechos de guerra para procurar el triunfo de los suyos, donde tenía un espacio para que su cuerpo viviera y de donde derivaba el plato de comida con que lo alimentaba.  Puede resultar pintoresca la imagen del sabio trabajando en sus laboratorios, mientras soldados daban la vida en la batallas y algunos pocos, propietarios ellos, tenientes capitanes de la materia, diseñaban el cómo utilizar los inventos y el dónde se perderían más vidas.

Quien fatuo suponga que el mundo ha de cambiar porque halle con su elucubrar científico la cura para las más difíciles enfermedades que aquejan a la humanidad, ha perdido con los años dedicados a los estudios la riqueza de comprender la vida.  No se curan las enfermedades más allá del interés corporativo de sus transnacionales.  Se repite:  las estructuras, por cierto materiales, están creadas con el propósito de velar por sus dueños y para ser veladas por ellos. 

Nunca el sabio, del que se puede afirmar nada material posee (a menos que su conocimiento se concrete en función de la producción material, no sabiéndose si sería sabiduría, para el caso), pudo haber sido tan pleno como cuando míticamente fue instruido por Prometeo para recibir y manejar el fuego, de natural propiedad de los dioses.  El fuego concreto, aniquilante, arrasante de estructuras y hombres.  El hombre-dios, conocedor de sus secretos...  Pero son épocas míticas de la memoria, superadas por las fantásticas fortalezas de los presentes destinos.

II

¿Quien o qué dicta, en fin, lo que es “auténtico” tener?  ¿Quién tiene y quién no?   ¿Es el asunto una consideración sobre paradigmas y convenciones?  ¿Tiene quien es dueño de la materia?  Luego, ¿quien tiene es, de modo que un sabio, siendo propietario de lo incorpóreo, ni nada tiene ni nadie es?

En modo alguno el asunto pertenece a lo convencional.    No se dirá que alguien tiene algo es dueño de nada si no es capaz de derivar poder de sus tenencias y si no es capaz de protegerlas.  Hablamos del mundo granítico de lo material, susceptible de adoptar formas físicas y agresivas de herramientas, de las armas, capaces cortar “físicas” vidas.  Hablamos de la cultura efectiva del soldado, armado para matar, defendiéndose a sí, a sus dioses, señores e intereses.  El hierro forjado, la materia concreta que se tiene, sus capacidades inherentes de muerte, no son una convención, sino un efecto tangible de facto.

Porque el hombre discurre en medio de la propia naturaleza que lo porta:  el cuerpo físico que respira, se alimenta y defeca; el mismo que requiere un espacio para estar y ser, aunque su mente tenga conciencia de todas tales necesidades, propias de la animalidad de la especie.  Se es en concreto carne y materia, perteneciendo las ideas a la dimensión de lo que no es, careciendo de efecto tangible de vida mundana.  Se es Santo Tomás tocando y no Jesucristo predicando una utopía de lo imposible.

Bastante puede considerarse el “ídolo del mercado”, de Bacon, como la convencionalidad influyendo sobre la cultura de inauténticos modos de vida, y se puede aceptar, como en efecto ocurre en la vida, de que es alguien quien tiene y es dueño de cosas, vista de determinada manera y tenga poder, viviendo una “dolce vita”; pero nada rebasará, como mejor explicación para discurrir sobre este “natural” materialismo humano, el mismo hecho del hombre de ser una corporeidad que requiere combustible “físico” para seguir viviendo.  Tiene, quien en los términos discurridos, es material.

Huelga hablar sobre “ser” (en este sentido cotidiano que tratamos), porque en la onda seguida se nos presenta como una consecuencia, bajo el enfoque del “ídolo del prejuicio” citado de Bacon.   “Saber” comporta un modo de esencia, de “ser”, ya bastante contrastada con el tema material de la discusión.

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