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I

¡Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible!  Usted nombre y piense.  Si no se le ocurre alguna, entonces piense en las que son susceptibles de concreción sobre el plano de lo real.  No es difícil empezar a imaginar.

Una idea es una proposición mental de realidad que, lógicamente, aspira (en tanto proyección) a un espacio fuera de los volátiles contornos del cerebro para virtualizarse.  Es un súmmum trascendental corporizarse, fundir su naturaleza etérea en un formal cuerpo donde sea el alma ─ese principio vital─ quien gobierne a la materia que lo comporte.  Y tanta más gloria tendría la transmutación si esa forma inicial se concreta en un sistema, esto es, en un conjunto de cuerpos gobernados por la concepción precursora, cuerpos (ya seres) debidamente ensamblados para un propósito. Lo que se llama sistema de ideas, ideología, doctrina, etc.

Pero ya es esto un colmo de realización, como quedó dicho.

 

II

Algunas pueden concretarse exitosamente; otras chocan con objeciones para su desarrollo.  No obstante, continúan siendo ideas porque su naturaleza siempre estará definida por esa aureola precursora.  Y al continuar siendo ideas, lógicamente, seguirán incidiendo sobre el comportamiento humano.  ¿O no?  Realmente son las ideas las que trazan ese camino fáctico que un día se decide seguir, corporizado sobre el mundo de las materializaciones.

¡Qué hay ideas completas (las realizadas), otras chuecas (las semirrealizadas) y otras incompletas (las imposibles)!  Nada más falso.  La idea es eso, el principio o proyección de algo; no más.   No se realizan porque se concreten sobre el espacio físico humano, sino por el simple hecho de existir mental e inicialmente (así sea durante el tiempo de un estallido fugaz), y por el magno efecto de, aun en tal estado, ejercer determinaciones sobre el destino de los hombres.  “En el principio era el verbo [...]”

Que sean chuecas o estúpidamente realizables, como un golem; preciosas y profundamente humanas, como propone, por ejemplo, el sistema socialista, con su ética y justicia; injustas e inhumanas, como las enarbola el sistema capitalista en uso; o completamente irrealizables, como cualquier utopía, es una elaboración de la divina creatividad humana.  Algo así como ideas de ideas.

 

III

Y así han vivido y viven los hombres, en medio de tales situaciones dígase inconclusas o realizables.  De hecho, ellos mismos se conciben a sí mismos como las mismas ideas:  triunfadores si se realizan, fracasados si no cristalizan; o sabios o trascendentales si se concretan; o soñadores o revolucionarios si cultivan aquellas ideas de concreción aparentemente imposibles.  Es asunto de perspectiva o cultura, de formación o decisión personal.

Sobre estos últimos especímenes (en realidad lo hacía sobre uno de sus personajes de ficción), decía Jorge Luis Borges que padecen de irrealidad.  No parece haber otro modo alterno de definir “soñador” o “iluso”.  Ser hortelano de cultivos que fácticamente no germinarán a la realidad es un oficio que demuestra dos cosas, por lo llano:  (1) el hombre es un ser de ideas (etéreo o mental), y estas per se pueden fundan cabalmente su realidad; (2) el mundo exterior, ese espacio donde toman concreción complementaria tantas ideas, podría hasta no ser necesario para la existencia del humano pensante.

Porque todas las ideas son siempre en un principio:  fundan mundos, vivifican, recrean, definen, independientemente de que tengan o no aplicación real.  Es lo que el hombre es, esencialmente.  La consideración sobre si las ideas son el producto de una experiencia fáctica es irrelevante para la apreciación del estado actual de humanidad; figura una discusión bizantina del tipo “¿quien fue primero, el huevo o la gallina?”, para utilizar uno de esos maravillosos lugares comunes que zanjan disquisiciones.  Ya se es humano y no importan para ello las causas (el gran enigma), y esto podría convenirse con algo de comodidad y no sin algo, también, de vergüenza.   Es un estado logrado (caso que se plantee la causalidad evolutiva), una marcha sin retorno.  La dotación en el hombre de una corteza cerebral, que le posibilita la imaginación del futuro como un espacio de proyección mental, es un plano para la existencia infinita con omisión ─si se quiere─ de la dimensión ambiental.

Dice Hermann Hesse, en Demian

Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse.

 

IV

Tomás Moro fue quien empezó a bautizar ese término llamado “utopía”, ese planteamiento de jugar con ambos planos, uno real y el otro probable o irrealizable, según su posibilidad materializable.  Con él podría haberse empezado a pensar en mundos paralelos, irreales, competidores con el real.

Pero es una necedad colocar así las cosas.  Es lo que dicen los manuales, los recortes, las historias o biografías.  El hombre es un ser birreal desde el mismo momento en que piensa; desde que fundó su primera ficción, soñada, hablada o escrita.  Desde que tiene la capacidad de inventar mundos paralelos al real que habita, sea de modo crítico, evasivo, consolador o artístico.

Las utopías son más viejas que Moro, y más, incluso, que los griegos mismos con su Platón y su República, y que el recuerdo inmemorial de una sistémica ciudad llamada Atlántida, que presuntamente existió realmente.  (¡Vea usted lo que se habla:  existe la Atlántida en la fuerza ideal del pensamiento, a pesar de no tener pruebas de su existencia física!  Existe la idea, pues; ergo la idea es, primordialmente).

Lo que pasa es que Moro acuñó la palabra de marras: utopía.  Y utopía es la posibilidad enhebrada y sistémica de la existencia de las ideas.

 

“morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas”

 

Desde entonces es utópico, por ejemplo, aspirar a que se concreten ideas que no sean realizables o toleradas en la práctica, en ese espacio exterior que se habita.  Como si ese ámbito, donde se virtualizan o repercuten los efectos ideales, privara sobre aquel otro donde se generan las ideas, la madre humanidad.  Algo así como que se entienda que los efectos son la madre de la causa y no a la inversa.

Y así, también, es utópico aspirar al mundo feliz porque instaurarlo, con su cargamento ético de paz y justicia, entraría en conflicto con la guerra e iniquidad efectivamente fundadas en el mundo de desarrollo fáctico de las ideas.

Ser cristiano (puro, primitivo), ecologista, socialista, etc., supone choques dimensionales entre lo ideal y lo práctico instituidos.

 

V

Pero cultivar utopías no te hace menos realista que quien se decanta por el materialismo existencial.  Se puede asertar con legitimidad que primero fue el verbo que la materia tanto como argumentar lo contrario.  ¡Epa, epa!  Si física y comprobatoriamente no tenemos a la Atlántida frente a nuestros ojos, ¿por que existe en la mente humana y por qué se habla de ella como de un sistema de ideas hecho carne y hueso, losa y concreto, oro, plata y mito?

Podría serse más lapidario con quienes detractan de las ideas arguyendo lo contrario:  por un momento imagínese que hay de hecho una ciudad en ruinas por allí, pero que nadie la recuerda ni visita, ni siquiera un pájaro; ¿podría alguien decir que es más real que la susodicha Atlántida, por ejemplo?  ¡Diga, pues, dónde está, hable de ella!  ¡Presente pruebas, en fin, no tanto ya de la fantasmagórica ciudad como de la condición sine qua non de la sustancia material!

 

VI

De forma que nadie ha de sentirse invisible o menos (es posible al imaginarlo), y menos avergonzarse, por militar en el mundo real de las ideas, esa madre parturienta de realidades.  Te empuja tanto una idea de esas llamadas utópicas como cualquier otra corporizada en una de esas formas que conocemos por fusil o bala, por ejemplo.  De otro modo:  morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas.

Un hombre en estado vegetal existe.  Tiene vida esencial, mental, inexpresiva a través del material del cuerpo.  Al menos podría así especularse con la fuerza del pensamiento, como se ha hecho siempre.  Pero no es tal la especulación.  ¿Pruebas?  Ya las hay.  Es noticia presente el hallazgo de científicos sobre la comunicación que vía eléctrica han sostenido con un paciente en semejante estado.  De manera que, más allá del acto de darle a la situación vida con la imaginación, hay existencial esencia de facto, comprobada materialmente.

Lo que ocurre es que el mundo sensitivo del material cuerpo humano ha impuesto su tangibilidad sobre lo etéreo, al grado tal que su condición ha hecho más real a los sentidos el efecto que la causa, como se ha dicho.  Es la historia humana y material hasta hoy, regido por las leyes efectistas de la materia.

Ya se dijo:  una idea corporizada materialmente no es más idea (ni más fuerte) que otra no concretada.  Apenas es más práctica.   A los hombres no los mueven sus pasos, sino sus pensamientos, hechos de ideas materializables e inmateriales.

Idea que no traspasa el umbral de lo mental hacia lo real material es categorizada como virtual, y así los hombres, idealistas todos (es ocioso ejemplificar).  Pero ser virtual encarna la condición de comulgar perennemente con la madre fuente de la humanidad (el lago ideario) sin el riesgo perverso del alejamiento y la desvirtuación de la realización materialista.

La estirpe, pues, del utópico, soñador o idealista es quien llama al hombre, magnamente, a mantenerse con los pies sobre la humanidad, sobre la idea, cosa que ha de ser muy distinto al hecho inveterado de mantener los pies sobre la tierra, como se dice.

Emanada de su originaria fuente, realizada en un acto concreto, aunque siempre sea idea, correrá siempre el riesgo de distanciarse del estanque primigenio con ínfulas de única realidad.  De tal suerte que jamás será menos auténtico y humano el ideario de una utopía que la encarnación de una construcción material.  No es casual que de mundo aquejando por tanto entuerto, como el presente (ojo, el pasado y futuro también existen), emerjan imperfecciones para su enderezamiento.  ¿Cuánto no pende sobre la necesidad cívica (ética) humana actual la tentación, por ejemplo, de las propuestas socialistas como correctivo al materialista caudal de sangre, sudor y lágrimas en el que se deshace la explotación del hombre por el hombre?

 

VII

De modo que, correctivamente, se desplaza este escrito a sus líneas primeras, a morder la cola de los principio.  La comodidad del habla y del irreflexivo mundo aparencial llevó a empezar el presente escrito con “¿Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible?”  Respóndese:  ¡ninguna!  Todas, hasta la más mínima o famélica, emergen como una realización per se, desde el mismo momento de su posibilidad existencial.   Constituirían las ideas la madre de lo creado, y lo que debería estar bajo discusión, sobre el enfoque de su plenitud aberrantemente imperfecta, es ese espacio (llamado mundo exterior sensible, realidad experiencial) donde los hombres convienen encarnarlas.

Como testimonio impuro, imperfecto y hasta “inhumano” (aunque no sea posible la inhumanidad, estrictamente razonando por aquello de que todo es relativo al hombre, en verso y reverso) de la concreción pragmática y perversa de la intelectualidad humana, considérese la esclavitud, probablemente el sistema de ideas de concreción humana más viejo, elaborado y perverso convenido para la explotación social, política y económica del hombre por el hombre con propósitos de poder.  Considérese en su doctrina, si se quiere, el capitalismo, ese marco jurisdiccional del poder de uno y la opresión del resto.  Y compárese, finalmente, con ese ideario humano que es su contra, que palpita aún en el vientre de los pensamientos irrealizados, pero que pugnan por hacer el milagro de fundar una real praxis con las bondades redentoras y purificantes del estanque originario.  ¡Considerad el poder balsámico de las ideas socialistas en contraposición al lastre que para la felicidad y realización humanas constituye el sistema neoliberal!  ¡Consideradlo aun así como actualmente palpita, en su plenitud mental, con apenas conatos de realización!  Su peso es innegable en la configuración de la humana esperanza contemporánea.

Mueve a los hombres, los compele al cambio, al correctivo sobre el campus vivencial donde lo ético y estético (fuerzas nativas) se han aberrado.   Y es porque las ideas son eso, una pulsión, una proyección esencial humana, un acto de creación puro que degenera en impurezas e imperfecciones cuando prende su alma en una materia.  Toda idea, pues, en su concepción, comportaría un súmmum de pureza de la condición humana, pervertido en su realización práctica.

Ya más arriba este texto aludió a la probabilidad ilusoria del mundo, mundo de imperfecciones. Para el caso, habría estado viviendo siempre el hombre de modo falso, inauténtico, más en el efecto que es su vida que en su condición matriz, es decir, su esencia.

I. El diccionario

La Real Academia Española define compasión como “Sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”.  Viene del latín cumpassio y éste a su vez del griego συμπάθεια, que incorpora la semántica “simpatía” (sympathia); es decir, es un término que comporta identificación, inclinación e, inclusive, amistad.

Lógicamente, el esfuerzo definidor de un diccionario no es capaz de abarcar las completas tonalidades de un término, en su historia y prehistoria etimológica, en su travesía semántica a lo largo del tiempo, muchos menos en su dimensión puramente humana, tanto menos si el semantema se hace centro de una elaborada disquisición filosófica.

Hay, naturalmente, un espectro semántico en torno de cada palabra, y en ésta destaca su definición académica de “sentimiento”, su carácter etimológico “simpático” hasta el grado de la “amistad” y, fundamentalmente, el carácter que posee para apuntar hacia un estado anímico y afectivo del ser humano.  Su definición es básicamente la de ser un sentimiento, así nomás, contenido entre las cuatro paredes de la corteza cerebral, un puro acto de identificarse con el dolor ajeno, sintiéndose una especie de empatía lúgubre (esta simpatía a la inversa) con situaciones penosas en otros humanos, sin que necesariamente el sujeto despliegue acción alguna hacia el objeto.

Pero ya se sabe que a lo largo de la historia este humilde sentimiento de la humana piedad se rebasa a sí mismo, incorpora todos sus posibles destellos semánticos en un discurso filosófico histórico, se hace historia misma, y tesis, antítesis y síntesis sobre la mesa de las doctrinas.

II. Prehistoria e historia

La compasión ha de ser un sentimiento muy viejo en el hombre como especie, aunque probablemente no tan viejo como para caracterizarlo en las épocas preliminares y remotas de la conformación de la especie.  Es decir, no cabe imaginar gran capacidad de compasión en sus ancestros evolutivos, como en Homo habilis, Homo erectus y en el mismo adyacente Homo sapiens neanderthalis.  La compasión, según definición, es un sentimiento y como tal implica un gradual proceso de afincamiento y elaboración a partir de emociones básicas como el miedo, el enojo, la alegría, la tristeza, entre otras.  Y en épocas tan lejanas de la especie humana, cuando el gen egoísta con toda seguridad imponía su imperio de la supervivencia, es plausible suponer que los “candidatos” a hombre no tendrían tiempo para albergar tan elaborados procesamientos, menos aun si detenerse a “identificarse” con el dolor ajeno podía acarrear la muerte propia.

La estampida y la huida eran el sino de tales épocas, y no parece descabellado aseverar que el ser compasivo entonces, más allá de comportar un estorbo para la supervivencia, habría sido al tiempo, dramática y contradictoriamente, la causa misma de la extinción de tales ensayos evolutivos.  Cuesta al entendimiento intercalar una noción tan elevadamente altruista en tiempos de la historia humana tan necesitadamente egoístas.

III. El hombre, animal de cultura

De modo que la compasión se retrata como un elaborado sentimiento, como se dijo, como un producto de cultura y raciocinio, cual el hombre mismo, único animal de cultura.  Porque el hombre no es más que el atesoramiento arduo, histórico y decantado de ese su almacén humano, la corteza cerebral.  Un súmmun de experiencias que a lo largo de milenios de continuo golpear piedra contra piedra, de huir y atacar, de ensayo y error incesantes, allanó el camino para concretar sobre la realidad empírica esa embrionaria, nebulosa y pulsante idea que debe privar como alma en todo ser vivo:  ser, existir, consolidadamente, valido de naturaleza y capacidades evolutivas propias.  Así, es un animal de aprendizajes, y es la especie que evolutivamente se defina en ser según su estado, dígase, de almacenamiento y ejercicio cerebrales.

Y el victorioso Homo sapiens sapiens lo habría logrado, más allá de la egoísta pulsión por la supervivencia, más allá de esa primera condición evolutiva reptiliana o segunda condición límbica, esta última donde precisamente se desarrollan los sentimientos.  Fue reptiliano, límbico y dotado con corteza cerebral también el Homo sapiens neanderthalis, sin duda; experimentaría variados sentimiento (entre ellos la compasión), nadie asevera lo contrario; pero, como se asomó arriba, la compasión de modo rudimentario, si es posible expresarlo así, por la traba sobrevivencial que comportaría su desarrollo pleno (una impresión).

Ello significa que la capacidad de compasión plena en el hombre (esa que mueve a la acción) es un estadío elaborado y tardío (incluso hoy encuentra discapacidades para su ejercicio) de la evolución humana que pareciera rebasar en mucho la simple condición de sentimiento.  Es un ir más allá de lo límbico, en su superior expresión.  Y no es imaginable su ejercicio pleno entre los hombre más primitivos por la imposibilidad de acompañamiento de otros parámetros de desarrollo propios de su ciclo de evolución neocortical.

Es decir, habría estado huérfana de altos valores del entendimiento humano como la razón, sin la cual el tal sentimiento pareciera no definirse más que como una impresión y, de hecho, pudiera no ser factible.  La razón es la facultad estandarte del ser humano, y es sobre su elevado trampolín como puede explicarse la ocurrencia de una elaboración tan desprendidamente altruista como la compasión.  Es como si el altruismo, con todos esos elevados valores que entraña, emergiera como una lógica y posible etapa de sucesión de preanimalescos períodos de egoísmo.

Cuando ese humano que hoy es el hombre consolida su supervivencia, dueño de las portentosas herramienta que lo hicieron posible, como el entendimiento, la capacidad de abstracción, el discernimiento de los planos temporales y el análisis; cuando siente seguridad de su especie y puede prescindir de lo gregario para sobrevivir, es entonces cuando puede romper filas hacia su individuación, pensar en el hecho milagroso de la vida desprendida, valorar lo que ancestralmente como especie conoce y fundar, consiguientemente, su cultura propia, luego transformándola en civilización en la medida en que se reconoce en ella como peculiaridad.

Es en este plano de la evolución y razón humanas cuando puede pensar en el otro como individuo y hacer el distingo de ponerse en el pellejo ajeno para experimentar a plenitud el sentimiento piadoso de la compasión.  Y, por supuesto, previamente, pensar en sí mismo, tener conciencia.  Como si se dijera, ahora que tales aperos del razonar humano no son esos estorbos emocionales de otras eras, el hombre se da el lujo de ejercer una alta cultura, acometer un acto que bien pudiera distinguirlo civilizatoriamente como compasivo o, por el contrario, cruel o indiferente.

Así, pues, el altruismo luce como un acto si se quiere electivo para la conciencia humana, de tardía evolución (ya se dijo) y alto desarrollo racional, por consiguiente con atisbos morales que buscan el bienestar del otro, pero con la presunción de que al así ejercerse el hombre jamás olvida su primera y necesaria condición gregaria y busca encontrarse y recordarse así mismo a través de la identificación.  Para el caso de la compasión, a través de la identificación con la pena ajena. 

Recapitulando:  la compasión es un sentimiento elevado (muy elaborado) sólo posible después del hecho temporal de la individuación, de la toma de conciencia del hombre, capaz de reconocer en el otro la probabilidad de la suerte propia, haciendo alusión a épocas primigenias grupales del ser humano histórico.  En el lenguaje simbólico, con lógica podría manejarse como una suerte de nostalgia que impele al ser humano con toda y su razón a integrarse con el magma primigenio de la vida.

IV. El hombre, animal político

Y así, una vez que el hombre se desprende de esa masa grupal evolutiva que, no obstante, lo posibilitó como individuo, y se hace cultura y civilización, y en toda civilización y religión empieza a ser tasado como supremo cuando la practica, la compasión se perfiló en el uso humano de la misma suerte como aconteció con su nacimiento fenomenológico:  una altura alcanzable a través del desarrollo de la conciencia individual, de madura reflexión del pensamiento, alcanzable cuando la humana razón discierne ecológicamente sobre el valor de la otredad entre los hombres y su medio.  Esto es, cuando el poderío de su pensamiento lo encamina a la comprensión de su fragilidad y soledad a pesar de haber logrado como género humano una situación supernumeraria, dejando atrás temores propios de la especie.

En efecto, el relativo acto de abandono de la condición gregaria, el desprendimiento del defensivo grupo de las primeras eras, la toma de conciencia individual, el ejercicio de la razón como cientificidad sobre su contexto psicofísico, condujeron al hombre a la fundación de sistemas y valores diametralmente opuestos a la semántica de la piedad.  La consecuencia directa de su desprendimiento del magma diríase cosmogónico fue la pérdida de su naturaleza mágica, ese maravilloso estrato de la psique humana que te pone a respirar en sistémica inconsciencia de armonía con el plano vivencial.  Llover, anochecer, cazar, aun matar a otro para sobrevivir, y sentir reverencial respeto por el acto, en modo alguno estaría implicando una elevación de pensamiento para apreciar el hecho, menos si de compasión o de sentimientos afines se trata, pero a no dudar sí que estaría preservando un ecológico estrato de reverencia por el valor de las cosas en conexión con la existencia propia.

La perdida de la magia, pues, parece un hecho inevitable de la individuación y toma de conciencia del hombre virtud a su capacidad de raciocinio, evento que, tanto peor, supone también un ejercicio a conciencia de actitudes como el egoísmo, mismas que en un principio fueron de carácter colectivo, plenamente naturales y necesarios para la sobrevivencia específica, por ende, hechos de espontaneidad e inconsciencia.  La grandiosidad de elaboraciones supremas como la compasión radicaría en que, encontrándose el hombre en medio de un estado de individualidad y enajenado de contextualidades mágicas, plenamente consciente, pueda incorporar a su vida valores y actitudes que lo pongan en situación de apreciar la otredad y su mundo circundante como si viviera en el mismo universo reverencial de las eras evolutivas fundacionales.

Pero el hombre se hizo político (ser de ciudades) y empezó a cultivar el arte del poder, correlativamente compensando su orfandad de lo mágico y simbólico institucionalizándolos en la religión, donde rendía la eventualidad de su desesperanza por causa de la dislocación o el desarraigo.  Se hizo jefe, déspota; se hizo dios, soberbio, dando plenitud a los períodos conocidos de florecimiento de los antivalores, propios del guerrear, como el odio y la crueldad.  Tal ha sido el sino de la historia humana hasta el día presente; tal, el precio de la tan presumida autonomía cosmogónica, por decirlo así, esto es, el hombre ególatramente hecho el cosmos mismo, microcosmos o universo autosuficiente, abandonado de los simbólico sagrado, de lo mágico poético, de los dioses y hasta de sí mismo en la medida en que avance a través de la historia su estado inauténtico.  Tal es, ergo, el precio de la soledad humana, y soledad pura según el bípedo presuntuoso se ensimisma en una indiferencia idolátrica.

No se dice que el hombre no albergue la compasión en su alma; de hecho, es el hombre una entidad susceptible de ejercitarla.  De suyo lo hace con frecuencia.  Lo que no se podrá decir jamás es que, así como la crueldad, el odio o la soberbia, han tenido períodos de florecimiento humano, lo haya tenido también la compasión humana; como tampoco se podrá asertar que ese humano presente que la pone en práctica lo haga mayormente de manera activa, es decir, más allá del solo acto de anidarla como sentimiento, sin de hecho cambiar la situación del objeto padeciente.

La incapacidad del hombre de condolerse activa y transformadoramente por su circunstancia (prójimo y medio circundante) es la seria secuela de tomarse a sí mismo como medio para el logro de desaforados propósitos.

V. La compasión como virtud balsámica

En semejante contexto de marginación y al mismo tiempo superlatividad de la compasión como atributo humano, no sorprende el advenimiento de Jesús de Nazaret al frente de una doctrina de altos y carísimos valores de humanidad que la instituyen como virtud estandarte a practicar, a rescatar, esto bajo la presunción de que alguna vez haya existido real y profusamente como haber precioso de la especie sapiencial. 

Y no sorprende precisamente por la situación histórica de contraste existente a suprimir o mitigar, como lo es la iniquidad entre los hombres, extremo a ser compelido por su contraparte, la compasión humana como expresión máxima del amor universal.  Como si se dijera, como se dice en coloquial, a grandes problemas, grandes soluciones; a borrascosas carencias, altas suplencias, corroborándose loablemente el perfil de humana superioridad y elevación atribuido a la virtud aquí tratada.

De hecho, Jesús se presentó ante la historia como el gran reformador, corrector de una humanidad precaria y pervertida, desarraigada no tanto de trazadas sendas ancestrales como de futuros destinos de redención de la condición humana.  Libraría al hombre del sufrimiento enseñándolo a compadecerse entre sí, como doctrina y praxis, y como requerimiento fundamental y transformador para acceder a su reino postrero.

Como muchos otros pensadores, Jesús de Nazaret es considerado una cumbre del pensamiento ascético; y como en todos los casos de combate contra el egoísmo e individualismo acendrados, su enseñanza entraña un grado de dificultad que prácticamente imposibilita su concreción.  Y es porque su mensaje, compasión comprehendida, apunta a la erradicación de fáciles espontaneidades de la naturaleza humana enquistadas desde lejanas etapas evolutivas.  Entiéndase el egoísmo, la crueldad, el odio, el homicidio, el belicismo, etc.  Naturalmente el hombre se atropella por expresarse a través de tales dominancias que palpitan, puede decirse, a flor de piel; y difícilmente se decantaría por esas opciones recesivas, de problemática naturalidad, como generosidad y la compasión.  Está más en la carne y el instinto animal correr para salvar la vida que arriesgarla para salvar a otro en nombre de una espiritualidad incorporada a la humanidad mediante un férreo aprendizaje.

Como si el gran problema en la evolución para el ser humano deseada (¿no son las altas ideas un bien deseado?) fuese su condición animal, su instintualidad, su adrenalina y demás parafernalia cárnica, objeciones finales de desarrollo para esa suerte de salto planteado hacia otras fronteras como especie, caracterizada por parámetros de ardua elaboración mental y civilizatoria.

Como si la propuesta cristiana fuese cambiar al hombre de especie, o al menos hacerle comprender el potencial que alberga para animarlo a dar los pasos primeros con sus respectivas y consecuentes transmutaciones.   Que el hombre mute su prevalencia animal por otra más mental, elaboradamente cultural, de constitución marcadamente espiritual, donde sea su dote evolutiva (la razón y los pensamientos) la que rija sobre la vieja complexión animal y no a la inversa.  No de otro modo podría hacer gala como especie transmutada desde su animalidad, aunque esta tesis en extremo pueda chocar con problemas conceptuales tales como imaginar a un ser humano, probablemente en esencia, prescindiendo del todo de su marco corporal y, aun así, existiendo.  No obstante, tal no es objeción en el contexto de otras culturas, como las orientales, donde lógicamente el cuerpo material sigue siendo el mismo pero no así esa persona facultativa del pensar, esencia anímica final capaz de la desindividuación, la abstracción, la evasión o transmutante descorporización.

Mucho de simbólico hay en el advenimiento de Jesucristo cuando propone al nuevo hombre, ser de amor y compasión, en contraposición al primitivo que habita el Viejo Testamento, ser normativamente animalado para la supervivencia tribal, severo y cruel inclusive en la expresión de su divinidad misma, Yavé, quien incurre en aleccionadoras mortandades para procurar el sagrado respeto debido a su investidura.  La brutalidad del “ojo por ojo y diente por diente”, cara animalesca de la moneda, de la especie superada, podría decirse, de pronto se trocaba en la otra, cara civilizada de la misma moneda, más desapegada de la bestialidad, mucho más capaz del sacrificio humano propio en aras de la comprensión y compasión por el otro. 

El hombre, capaz de compasión, expresión tan alejada de la bestialidad primera, es susceptible de la adopción de otra forma de humanidad, infinitamente más elaborable y elaborada.  Pudiérase decir:  con la nueva forma o especie, en correspondencia consecuente con otros contextos donde podrían exigirse inusitadas potencialidades (el nuevo humanismo en el hombre).

VL La compasión y el hombre como especie nueva

En un principio, como cabe suponer, no había la moral.  La cosa era y ya, en inconsciencia e inocencia.  Esto es, el mundo, su vida, vida vegetal, la vida animal.  Es decir, no existía el discernimiento ni del mal ni del bien.

Cuando el animal humano crece, asegura su preeminencia especifica, deja de vivir enhebrado en el grupo, comprende que el egoísmo es una fuerza que ya no es tan necesaria para la supervivencia, adquiere razón, conciencia de sí, se individua, empieza a comprehender al otro y su medio circundante, empieza a reflexionar sobre el pasado, presente y futuro, a cultivar su cultura y construir su propia civilización, a juzgar su propia naturaleza, ora homicida, ora bélica, ora cruel, ora piadosa, es cuando entonces se ha hecho una criatura con capacidades morales.

Es entonces, cuando el hombre se hace ético, luego de un largo camino, y empieza a cultivar valores más elaborados como el de la piedad y la consideración del otro.  De modo que la compasión es una construcción elevada de la capacidad humana de discernir y juzgar su condición propia.  La compasión, aquel atisbo de suprahumanidad que en un principio de la historia visceral, con toda seguridad, constituía un estorbo.

Y puede decirse más:  cuando el hombre comienza a juzgarse, a sentenciarse a sí mismo, a coartarse en ciertas acciones para no afectar su entorno, a ser moral, en fin, dando cabida a la presencia existencial del otro, es porque significativamente está dando indicios de que ya no es o puede dejar de ser lo que inveteradamente ha sido desde su prehistoria visceral, una figura principalmente “animal” regida por el egoísmo y el instinto.  Su nueva capacidad ética, que le permite pensar en el otro, le anuncia, potencialmente, su capacidad de transformación, de mutación o, para decirlo de una vez, de cambio de especie.  Por ello el discurso cristiano y de tantas otras doctrinas de la espiritualidad que saben, a ciencia cierta, de las capacidades transformadoras y hasta transmutante del animal humano en hombre de un hombre nuevo.

Y por ello es que nociones tan cultivadas como la que ocupa estas líneas pertenecen a la cumbre del pensamiento humano, de ese humano viejo que a veces ni sospecha que soterra potencialidades del hombre nuevo.  Para llegar al hombre nuevo se requiere, simple pero difícilmente ─y valga el contrasentido─, centrarse en el flamante atributo con que la historia natural lo distinguió:  su intelecto, su raciocinio, su capacidad de introspección, su facultad de juicio y de poder pensar en sí mismo, en los demás y en su entorno, su capacidad de cambio, de abandono pretérito y de proyección temporal.   Pero tal, precisamente ha sido la lucha ontológica:  al animal humano, seguramente por la gran demarcación que implica su complexión biológica, no le resulta fácil desprenderse de su naturaleza carnal, se visceral egoísmo, de su espontaneidad tan telúrica; tanto es así, que la lógica natural pareciera a veces resentirse por anidar en su corteza cerebral un material pensante que eventualmente pareciera apuntarlo y señalarlo para erradicación.  Es, en fin, el eterno dualismo de la carne confrontada con el pensamiento.

No se dice, por cierto, que el hombre tenga que aspirar a una pura realidad mental, prescindiendo del cuerpo, ahora que se ensalza como ser pensante, esa su condición sine qua non existencial; no se dice, en este apuntar hacia el idealismo que el mundo práctico (el cuerpo, su egoísmo natural) ahora exista o que, in extremis, ahora sólo sea un reflejo de la nueva capacidad pensante por el hombre adquirida; no se dice que hombre pueda vivir en supresión de su cuerpo, flotante, etéreo...; pero ¡cuánto influye y coarta el cuerpo con sus nativas abluciones la corriente transformadora del pensamiento!

Y tal es el caso.  Para los efectos del nuevo hombre, ése propuesto por Jesucristo, por ejemplo, el egoísmo y toda la naturaleza biológica decantada en animalidad, constituyen piedras de tranca hacia la transformación.  El nuevo hombre postulado por la evolución, aquel que puede parecer coartado por su mismo marco animal para alcanzar las nuevas cumbres que le ofrece su intelectualidad, es precisamente aquel que sortea su propia naturaleza visceral, la racionaliza, se equilibra con ella, la trasciende, sujeta o domeña, como si domara una vieja especie animal que lo comporta, para finalmente alcanzar la cima.    En la cumbre está, lógicamente, el nuevo hombre y su tan alto nuevo atributo, la compasión, sólo alcanzable bajo los efectos de las transformaciones.  Tal ha sido la perla, el secreto brillante de toda portentosa doctrina que históricamente ha propuesto un nuevo humanismo, seguramente cansada, viciada ya de tanta lógica natural o racional en la historia del hombre.  El hombre nuevo no es el racional, el que ha dejado o domeña su animalidad, el que se sabe individual y hasta divino, sino el que se hace universal, sencillo y humilde, extendiendo su alcance conciencial hasta otros, como si se integrara a un novedoso magma de la condición humana, donde el todo está presente, a conciencia, en ideas, bajo la alta capacidad de condolencia, sin prescindir del viejo magma orgánico de la primera naturaleza humana no obstante su animal egoísmo.

VII. Arthur Schopenhauer y el nuevo hombre sensible

Dice Arthur Schopenhauer (Danzin, 1788-1860) que tres son los instintos básicos generadores de acciones humanas; a saber, el egoísmo, la maldad y la compasión.

Se ha hablado ya del egoísmo como agente caracterizador de fases primeras de la evolución animal humana, pero aún hoy prendido en el alma del hombre como si todavía viviese en la jungla; y así como del altruismo, la compasión, se ha dicho que son cultísimo o civilizados actos de toma de conciencia hacia la comprensión del otro, de algún modo también se ha significado que la maldad podría denominarse como el acto de hacer consciente el egoísmo para no darle cabida a lo ajeno y, de ser posible, erradicarlo.  Arriba se dijo que estos sentires han marcado históricamente a la humanidad en períodos de su plenitud.

Ambos, egoísmo y maldad, son motores fáciles de la espontaneidad natural, muy a flor de piel para la opción humana incluso en el plano de las decisiones morales.  La maldad, al hacer consciente la praxis del egoísmo, se contagia de ese su primer facilismo natural, teniéndose que éticamente el hombre sea más proclive a las acciones de esta suerte que las altruistas.

Como se dijo, el altruismo es una elaboración, una altura del nuevo formato de humanidad, específicamente en su expresión compasiva; pero también la maldad implica una toma de conciencia, requiere del hombre pensante para ser ejecutada.   Sólo que, a diferencia de la maldad, la bondad, las ideas altruistas, la cara compasión, no poseen ese don de la espontaneidad y facilismo que ofrece la naturaleza.  Lo dejamos sentado:  son una graduación, una cultura, una toma de conciencia, una reflexión, y constituyen esa cima reto a ser alcanzada por la nueva humanidad.

De modo que la compasión, como lo dice el filósofo, es quien está llamada a contrarrestar a las dos primeras para erradicar el perenne sufrimiento en el hombre, ese que se ha hecho plenitud a lo largo de las eras.   Y es cosa cuesta arriba el tal propósito, por todo lo dicho anteriormente:  el nuevo ser supone el desarrollo de su flamante naturaleza, esto es, la espiritualidad, su idealismo, apartados no tan favorecidos por la voluntad humana a la hora de escoger.  Se escoge más lo que está a la mano, como se ha reiterado, lo que está palpitando sobre la piel del organismo animal con su historia natural.  De modo que es el egoísmo, la maldad y su secuela de sufrimiento humano, los hitos a trascender.

Dice Schopenhauer que impera en los seres vivos la voluntad de vivir, probablemente como carga o trasunto de viejas condiciones animales, como instinto, en proyección rectilínea; y que tal peculiaridad lo que ha traído es pesar al hombre.  La voluntad es una ceguera, un mandato esencial, emparentado con el instinto (voluntad de vivir, la vida), que proclama a diario querer seguir siendo esa parte animal de las primeras fases evolutivas de la historia humana; y lo hace sobre y a partir de su pilar biológico, sobre la carne y sangre que la albergan, y sobre la novedosa condición adquirida por el humano, esa que dijo que alguna vez podría aspirar a la supresión de lo orgánico y seguir existiendo, esa que plantea el conflicto consabido entre lo carnal y lo espiritual.

Pero como se ve, no hay escapatoria.  El hombre es una realidad carnal, orgánica, regido primordialmente por esa voluntad también primordial, aflorado básicamente por los ya mencionados instintos de la destrucción:  el egoísmo, la maldad.  Por ello Schopenhauer arguye que todo lo que hay en el hombre es sufrimiento en tanto es figura fundamentalmente regida por la inevitable animalidad.  Tanto es así que proclama que no existe la alegría ni la felicidad en el hombre, sino la ausencia de sufrimiento.

Hay, por supuesto, el nuevo hombre inoculado en el viejo, el evolucionado, el mutado hacia una forma de vida que parece imposible en tanto se soporte sobre un conflictivo organismo, que le acarreara siempre una historia natural del dolor.  Lo hay; lo notamos a diario cuando las pulsiones humanas ponen en conflicto al pensamiento con el impulso orgánico.  Y ese hombre nuevo es, pues, para decirlo finalmente, esa criatura mental susceptible de llevar a la práctica el carísimo ideal de la compasión humana.

¿No dijimos ya que el animal humano se hacía especie nueva cuando cobraba conciencia de sí y del otro, cuando se escindía de algún modo para identificarse en el otro, mediante la compasión, por ejemplo?  ¿No decíamos que la compasión es un altísimo valor altruista elaborado por la evolución mental humana, de no tan fácil pragmatismo como el egoísmo o la maldad?  Tal es el reto:  la preeminencia de lo nuevo no sólo sobre lo viejo, sino dentro.

Se dice que Schopenhauer promulga una filosofía panteísta al proclamar una identificación entre el Creador y lo creador.  Y tal es el hecho:  la naturaleza misma es la divinidad (en el sentido evolucionista tratado acá), y el hombre, hombre nuevo, siempre será esa figura que jamás podrá sustraerse de su condición orgánica natural.  De forma que queda lo que hay:  un ser mental conciliando con su dual naturaleza, comprendiendo el conflicto, prisionero de su genética, soñador evasivo, bregando entre el sufrimiento humano inevitable para sofocarlo mediante el alto valor de su potencial nueva forma de existencia:  la compasiva.

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