Mostrando entradas con la etiqueta Idealismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Idealismo. Mostrar todas las entradas

I

¡Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible!  Usted nombre y piense.  Si no se le ocurre alguna, entonces piense en las que son susceptibles de concreción sobre el plano de lo real.  No es difícil empezar a imaginar.

Una idea es una proposición mental de realidad que, lógicamente, aspira (en tanto proyección) a un espacio fuera de los volátiles contornos del cerebro para virtualizarse.  Es un súmmum trascendental corporizarse, fundir su naturaleza etérea en un formal cuerpo donde sea el alma ─ese principio vital─ quien gobierne a la materia que lo comporte.  Y tanta más gloria tendría la transmutación si esa forma inicial se concreta en un sistema, esto es, en un conjunto de cuerpos gobernados por la concepción precursora, cuerpos (ya seres) debidamente ensamblados para un propósito. Lo que se llama sistema de ideas, ideología, doctrina, etc.

Pero ya es esto un colmo de realización, como quedó dicho.

 

II

Algunas pueden concretarse exitosamente; otras chocan con objeciones para su desarrollo.  No obstante, continúan siendo ideas porque su naturaleza siempre estará definida por esa aureola precursora.  Y al continuar siendo ideas, lógicamente, seguirán incidiendo sobre el comportamiento humano.  ¿O no?  Realmente son las ideas las que trazan ese camino fáctico que un día se decide seguir, corporizado sobre el mundo de las materializaciones.

¡Qué hay ideas completas (las realizadas), otras chuecas (las semirrealizadas) y otras incompletas (las imposibles)!  Nada más falso.  La idea es eso, el principio o proyección de algo; no más.   No se realizan porque se concreten sobre el espacio físico humano, sino por el simple hecho de existir mental e inicialmente (así sea durante el tiempo de un estallido fugaz), y por el magno efecto de, aun en tal estado, ejercer determinaciones sobre el destino de los hombres.  “En el principio era el verbo [...]”

Que sean chuecas o estúpidamente realizables, como un golem; preciosas y profundamente humanas, como propone, por ejemplo, el sistema socialista, con su ética y justicia; injustas e inhumanas, como las enarbola el sistema capitalista en uso; o completamente irrealizables, como cualquier utopía, es una elaboración de la divina creatividad humana.  Algo así como ideas de ideas.

 

III

Y así han vivido y viven los hombres, en medio de tales situaciones dígase inconclusas o realizables.  De hecho, ellos mismos se conciben a sí mismos como las mismas ideas:  triunfadores si se realizan, fracasados si no cristalizan; o sabios o trascendentales si se concretan; o soñadores o revolucionarios si cultivan aquellas ideas de concreción aparentemente imposibles.  Es asunto de perspectiva o cultura, de formación o decisión personal.

Sobre estos últimos especímenes (en realidad lo hacía sobre uno de sus personajes de ficción), decía Jorge Luis Borges que padecen de irrealidad.  No parece haber otro modo alterno de definir “soñador” o “iluso”.  Ser hortelano de cultivos que fácticamente no germinarán a la realidad es un oficio que demuestra dos cosas, por lo llano:  (1) el hombre es un ser de ideas (etéreo o mental), y estas per se pueden fundan cabalmente su realidad; (2) el mundo exterior, ese espacio donde toman concreción complementaria tantas ideas, podría hasta no ser necesario para la existencia del humano pensante.

Porque todas las ideas son siempre en un principio:  fundan mundos, vivifican, recrean, definen, independientemente de que tengan o no aplicación real.  Es lo que el hombre es, esencialmente.  La consideración sobre si las ideas son el producto de una experiencia fáctica es irrelevante para la apreciación del estado actual de humanidad; figura una discusión bizantina del tipo “¿quien fue primero, el huevo o la gallina?”, para utilizar uno de esos maravillosos lugares comunes que zanjan disquisiciones.  Ya se es humano y no importan para ello las causas (el gran enigma), y esto podría convenirse con algo de comodidad y no sin algo, también, de vergüenza.   Es un estado logrado (caso que se plantee la causalidad evolutiva), una marcha sin retorno.  La dotación en el hombre de una corteza cerebral, que le posibilita la imaginación del futuro como un espacio de proyección mental, es un plano para la existencia infinita con omisión ─si se quiere─ de la dimensión ambiental.

Dice Hermann Hesse, en Demian

Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse.

 

IV

Tomás Moro fue quien empezó a bautizar ese término llamado “utopía”, ese planteamiento de jugar con ambos planos, uno real y el otro probable o irrealizable, según su posibilidad materializable.  Con él podría haberse empezado a pensar en mundos paralelos, irreales, competidores con el real.

Pero es una necedad colocar así las cosas.  Es lo que dicen los manuales, los recortes, las historias o biografías.  El hombre es un ser birreal desde el mismo momento en que piensa; desde que fundó su primera ficción, soñada, hablada o escrita.  Desde que tiene la capacidad de inventar mundos paralelos al real que habita, sea de modo crítico, evasivo, consolador o artístico.

Las utopías son más viejas que Moro, y más, incluso, que los griegos mismos con su Platón y su República, y que el recuerdo inmemorial de una sistémica ciudad llamada Atlántida, que presuntamente existió realmente.  (¡Vea usted lo que se habla:  existe la Atlántida en la fuerza ideal del pensamiento, a pesar de no tener pruebas de su existencia física!  Existe la idea, pues; ergo la idea es, primordialmente).

Lo que pasa es que Moro acuñó la palabra de marras: utopía.  Y utopía es la posibilidad enhebrada y sistémica de la existencia de las ideas.

 

“morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas”

 

Desde entonces es utópico, por ejemplo, aspirar a que se concreten ideas que no sean realizables o toleradas en la práctica, en ese espacio exterior que se habita.  Como si ese ámbito, donde se virtualizan o repercuten los efectos ideales, privara sobre aquel otro donde se generan las ideas, la madre humanidad.  Algo así como que se entienda que los efectos son la madre de la causa y no a la inversa.

Y así, también, es utópico aspirar al mundo feliz porque instaurarlo, con su cargamento ético de paz y justicia, entraría en conflicto con la guerra e iniquidad efectivamente fundadas en el mundo de desarrollo fáctico de las ideas.

Ser cristiano (puro, primitivo), ecologista, socialista, etc., supone choques dimensionales entre lo ideal y lo práctico instituidos.

 

V

Pero cultivar utopías no te hace menos realista que quien se decanta por el materialismo existencial.  Se puede asertar con legitimidad que primero fue el verbo que la materia tanto como argumentar lo contrario.  ¡Epa, epa!  Si física y comprobatoriamente no tenemos a la Atlántida frente a nuestros ojos, ¿por que existe en la mente humana y por qué se habla de ella como de un sistema de ideas hecho carne y hueso, losa y concreto, oro, plata y mito?

Podría serse más lapidario con quienes detractan de las ideas arguyendo lo contrario:  por un momento imagínese que hay de hecho una ciudad en ruinas por allí, pero que nadie la recuerda ni visita, ni siquiera un pájaro; ¿podría alguien decir que es más real que la susodicha Atlántida, por ejemplo?  ¡Diga, pues, dónde está, hable de ella!  ¡Presente pruebas, en fin, no tanto ya de la fantasmagórica ciudad como de la condición sine qua non de la sustancia material!

 

VI

De forma que nadie ha de sentirse invisible o menos (es posible al imaginarlo), y menos avergonzarse, por militar en el mundo real de las ideas, esa madre parturienta de realidades.  Te empuja tanto una idea de esas llamadas utópicas como cualquier otra corporizada en una de esas formas que conocemos por fusil o bala, por ejemplo.  De otro modo:  morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas.

Un hombre en estado vegetal existe.  Tiene vida esencial, mental, inexpresiva a través del material del cuerpo.  Al menos podría así especularse con la fuerza del pensamiento, como se ha hecho siempre.  Pero no es tal la especulación.  ¿Pruebas?  Ya las hay.  Es noticia presente el hallazgo de científicos sobre la comunicación que vía eléctrica han sostenido con un paciente en semejante estado.  De manera que, más allá del acto de darle a la situación vida con la imaginación, hay existencial esencia de facto, comprobada materialmente.

Lo que ocurre es que el mundo sensitivo del material cuerpo humano ha impuesto su tangibilidad sobre lo etéreo, al grado tal que su condición ha hecho más real a los sentidos el efecto que la causa, como se ha dicho.  Es la historia humana y material hasta hoy, regido por las leyes efectistas de la materia.

Ya se dijo:  una idea corporizada materialmente no es más idea (ni más fuerte) que otra no concretada.  Apenas es más práctica.   A los hombres no los mueven sus pasos, sino sus pensamientos, hechos de ideas materializables e inmateriales.

Idea que no traspasa el umbral de lo mental hacia lo real material es categorizada como virtual, y así los hombres, idealistas todos (es ocioso ejemplificar).  Pero ser virtual encarna la condición de comulgar perennemente con la madre fuente de la humanidad (el lago ideario) sin el riesgo perverso del alejamiento y la desvirtuación de la realización materialista.

La estirpe, pues, del utópico, soñador o idealista es quien llama al hombre, magnamente, a mantenerse con los pies sobre la humanidad, sobre la idea, cosa que ha de ser muy distinto al hecho inveterado de mantener los pies sobre la tierra, como se dice.

Emanada de su originaria fuente, realizada en un acto concreto, aunque siempre sea idea, correrá siempre el riesgo de distanciarse del estanque primigenio con ínfulas de única realidad.  De tal suerte que jamás será menos auténtico y humano el ideario de una utopía que la encarnación de una construcción material.  No es casual que de mundo aquejando por tanto entuerto, como el presente (ojo, el pasado y futuro también existen), emerjan imperfecciones para su enderezamiento.  ¿Cuánto no pende sobre la necesidad cívica (ética) humana actual la tentación, por ejemplo, de las propuestas socialistas como correctivo al materialista caudal de sangre, sudor y lágrimas en el que se deshace la explotación del hombre por el hombre?

 

VII

De modo que, correctivamente, se desplaza este escrito a sus líneas primeras, a morder la cola de los principio.  La comodidad del habla y del irreflexivo mundo aparencial llevó a empezar el presente escrito con “¿Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible?”  Respóndese:  ¡ninguna!  Todas, hasta la más mínima o famélica, emergen como una realización per se, desde el mismo momento de su posibilidad existencial.   Constituirían las ideas la madre de lo creado, y lo que debería estar bajo discusión, sobre el enfoque de su plenitud aberrantemente imperfecta, es ese espacio (llamado mundo exterior sensible, realidad experiencial) donde los hombres convienen encarnarlas.

Como testimonio impuro, imperfecto y hasta “inhumano” (aunque no sea posible la inhumanidad, estrictamente razonando por aquello de que todo es relativo al hombre, en verso y reverso) de la concreción pragmática y perversa de la intelectualidad humana, considérese la esclavitud, probablemente el sistema de ideas de concreción humana más viejo, elaborado y perverso convenido para la explotación social, política y económica del hombre por el hombre con propósitos de poder.  Considérese en su doctrina, si se quiere, el capitalismo, ese marco jurisdiccional del poder de uno y la opresión del resto.  Y compárese, finalmente, con ese ideario humano que es su contra, que palpita aún en el vientre de los pensamientos irrealizados, pero que pugnan por hacer el milagro de fundar una real praxis con las bondades redentoras y purificantes del estanque originario.  ¡Considerad el poder balsámico de las ideas socialistas en contraposición al lastre que para la felicidad y realización humanas constituye el sistema neoliberal!  ¡Consideradlo aun así como actualmente palpita, en su plenitud mental, con apenas conatos de realización!  Su peso es innegable en la configuración de la humana esperanza contemporánea.

Mueve a los hombres, los compele al cambio, al correctivo sobre el campus vivencial donde lo ético y estético (fuerzas nativas) se han aberrado.   Y es porque las ideas son eso, una pulsión, una proyección esencial humana, un acto de creación puro que degenera en impurezas e imperfecciones cuando prende su alma en una materia.  Toda idea, pues, en su concepción, comportaría un súmmum de pureza de la condición humana, pervertido en su realización práctica.

Ya más arriba este texto aludió a la probabilidad ilusoria del mundo, mundo de imperfecciones. Para el caso, habría estado viviendo siempre el hombre de modo falso, inauténtico, más en el efecto que es su vida que en su condición matriz, es decir, su esencia.

“Alguien ha dicho que los sentidos son los maestros primarios de la humanidad.  Nos enseñan las primeras letras:  un sinfín de cosas útiles, pero también una buena porción de falsedades.  La cosmología de Aristóteles fue falsa porque daba demasiado crédito a los ojos.  El científico les tiene una cierta desconfianza a los sentidos:  a ojos y oídos”
Ignacio Burk.

I. Pintorequismo idealista

La historia del mundo antiguo está llena de graciosas o grotescas anécdotas sobre filósofos.  Rápido viene a la mente aquel impresionante señor sofista que se paraba en la plaza pública y ante un auditorio por fuerza culto ─el griego─ demostraba cómo una tortuga le ganaba una carrera a Aquiles, el de los pies ligeros.

O esta otra, que calza al pelo con nuestro tema:  que Demócrito se arrancó los ojos para impedir que las impresiones del mundo exterior interfiriesen en sus meditaciones.

Y así muchas otras que ponen ante nuestros ojos a unos griegos entusiastas y capaces de todo por conservar la mecánica de su razonamiento lógico.

Demócrito tuvo como discípulo a Protágoras, el famoso creador de la frase “El hombre es la media de las cosas”, de gran controversia interpretativa hasta hoy; y tuvo como maestro a Leucipo de Mileto, fundador de la teoría atomista, aunque para muchos estudiosos no existió más que como un ardid-invención de Demócrito para sustentar sus afirmaciones.

Demócrito es considerado por muchos el padre de la ciencia moderna por aquella propuesta suya de desterrar a la magia en la explicación de los fenómenos físicos:  sentir el contacto de un cuerpo sobre la mano, por ejemplo, no tiene su causa en la presencia de un dios de la materia en las cosas, sino en un proceso puramente físico y mecánico.  Más allá, incluso, postula que la visión es posible a la emisión de partículas de los cuerpos, teoría corpuscular desarrollada siglos después por Newton.

Sin que esto necesariamente deje de conceptuarlos como idealistas, como de hecho más modernamente los catalogamos (pensadores entregados a un puro discurrir del razonamiento, que da para hacer ciencia y explicar la vida, rozando la meditación), tales inquietantes atisbos epistemológicos traen a la consideración la eterna discusión de la conciencia humana como derivada de la materia o de las ideas (dualismo materialismo-idealismo).

Al sacar a dios de los cuentos humanos, a Demócrito se le considera el primer ateo.  Postula que la realidad es materia:  "Los principios de todas las cosas son los átomos y el [vacío]; todo lo demás es dudoso y opinable"; y que "El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío, pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”.

Dice la literatura que Platón en su tiempo lo aborrecía y que, en un acceso de ira, intentó quemar sus escritos.

De Protágoras, su discípulo, el de la fase controversial arriba dicha, se dice que fue el creador del arte retórico y el primer profesional de la educación que se conoce:  sofista, viajero, donde iba cobraba un alto sueldo por enseñar.

Era lo que hoy se llama un agnóstico:  “respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana.” Actitud escéptica que, como en Pirrón (fundador del escepticismo filosófico), probablemente fue alimentada por su condición viajera y gran conocedor de mundo.

Su frase “El hombre es la medida”, independientemente de la interpretación individual o colectiva que se le dé, encarna un alto contenido de relatividad humana, fundamentalmente anclada en la capacidad de juicio de los hombres, inevitablemente soportada en el testimonio de los sentidos, considerados de dudosa exactitud o perversión hasta por ellos mismos, los antiguos.  No es casual que de esta línea familiar de filósofos mencionados algunos hayan acometido acciones tendentes a suprimir el yerro que se hereda del testimonio de los sentidos y que puede turbar la capacidad de juicio del hombre:  como se dijo de Demócrito, que se sacó los ojos para que no entorpecieran su meditación del mundo, también se dice que el filósofo Pirrón se extirpó las cuerdas vocales para así mantener una libre suspensión del juicio.

Después de leer su escrito Sobre los dioses, muerto su protector Pericles, este discípulos de Demócrito, Protágoras, cayó en desgracia.  Fue acusado de impiedad, y se impartió la orden de quemar sus libros y condenado a muerte o destierro, disyuntiva aún imprecisa.  Tal cual como ocurriera con Sócrates, condenado por profesar y propalar sus creencias, incómodas para el orden establecido.

Del maestro de Demócrito, Leucipo de Mileto, hay que decir lo que del mismo Demócrito:  fundó el atomismo mecanicista:  existe el ser (formado por átomos) como el no-ser (formado por el vacío), esto en aparente respuesta a las enseñanzas de su maestro Parménides.  Atiende la naturaleza formal de las cosas y señala, por ejemplo, que el alma esta formada por átomos esféricos.

 

II. La cruda materia

Lo anterior, tal retahíla sobre filósofos convencidos de  sus ideas y desconfiados del testimonio que le brindan sus propios sentidos, sienta el precedente conflictivo filosófico entre la autoridad y el pensamiento, emblemáticamente ilustrado con la vida y condena de Sócrates, si hablamos de los antiguos, y con la de Galileo Galilei o Giordano Bruno, si de los modernos.

Desterrar la magia como opción explicativa del mundo sensible y, en consecuencia, ser acusado de ateo por excluir a los dioses de las debidas explicaciones; traer a colación a los átomos, aquello no que no se puede cortar, y proclamar y propalar que ellos por sí mismos (no por dioses) generan una sensibilidad que permite percibirlos; sufrir persecución y quema de libros como represalia y castigo por todo lo anterior, inaugura un cuadro de la experiencia gnoseológica que encuentra repetición varios siglos después con Copérnico, Giordano Bruno, Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes en la fundación de la filosofía y ciencia modernas.

Y es porque en el fondo, puede decirse, lo mismo para antiguos como para modernos, pende a la consideración el tema de la materia y la conciencia, de las ideas y la conciencia, apartados que dividen en corrientes a la filosofía.  Los unos materialistas, desterradores de dioses en su explicación de que la conciencia humana es consecuencia de lo material; los otros idealistas, que propalan que la idea es lo primordial.

En el principio no fueron los hombres, seres concretos, sino los dioses, seres etéreos.  Es la era mágica y primera de la razón humana.  Herramientas y hasta los mismos sentidos humanos son prescindibles para acceder a lo que entonces los hombres proclaman sus verdades, sus esencias, sus dioses, su panacea explicativa.  Si en un principio son las ideas (eso etéreo inalcanzable), es consecuente que la meditación sea el camino esencial para acceder a ellas.  Por ello no extraña que un Demócrito se arrancase los ojos para no importunarla; o que un Pirrón se extirpase las cuerdas vocales para no contaminar su juicio durante su ocurrencia.

El único método que entonces precisa tal sistema filosófico para sin yerro dar con la verdad, para su ciencia fundar una historia natural, es el de la meditación y el de seguir la evolución del espíritu, como dijera casi dos mil años después Francis Bacon.  Porque la verdad está subsumida en lo esencial, en lo etéreo, en la interioridad del individuo que percibe su sustancia y en su abstracción de lo externo.  La primera edad filosófica del mundo es, pues, la meditación, con todos su yerros y omisiones respecto del mundo extraconciente.

Pero los hombres son humanos y están dotados ─limitada e imperfectamente─ de sentidos, entonces la medida de las cosas.  Son los “genios malignos” del error (tanto entonces como ahora), como también mucho tiempo después dijera Descartes.  Su testimonio fementido hacia la corriente interna de la evolución del espíritu y sus ideas eventualmente degeneraba en perturbación contaminante.  Así ─volvemos─ se explica la anécdota de Pirrón y Demócrito.

Sin embargo, con todo y su por algunos postulada inadecuación en la aprehensión de lo esencial, los sentidos fueron la primera medida filosófica, la primera escuela de los hombres, como lo es la misma infancia para el humano.  Verdad y error estaban implicados en su percepción y, aun en el supuesto de apreciar la verdad, su testimonio siempre se consideraba alejado de la pureza y divinidad imperante en lo esencial.

La tragedia para los hombres empieza con los brotes materialistas, muchísimo antes que la historia de estos griegos de los que hablamos.   En otras culturas y enfoques podía el agua generar la vida, tener sus propiedades y facultades, ser diosa instituida sin problema alguno; pero en la época griega que tratamos, atribuirle a la materia propiedades autónomas era incurrir en ateísmo e impiedad.  Un dios animaba la materia y con su magia la hacia sensible a la percepción humana.  Se entiende que no era posible eso de que “en un principio fuese la materia, luego la conciencia”. Los dioses siempre fueron.

Si ya la percepción imprecisa de las cosas comportaba una contaminación para la corriente interna de la busca de la verdad, perturbando la meditación, el libre fluir del espíritu, mayor drama habría de representar aseveraciones como que la materia tenía una sistémica vida propia, desentendida de divinidad alguna; grave era eso de que una moneda en la mano la percibo porque ella, materialmente, emite un peculiar efecto y no porque la anime un dios para que yo sepa.  Lo contrario no es idealismo, sino ateísmo, para desgracia de sus propulsores.

Se trata de una era primitiva del pensar, como llevamos dicho, ensimismada en su propia fenomenología, en su dialéctica, que abarcó toda la época del razonar griego hasta el luminoso Aristóteles, que, sin otro remedio y auxilio que sus ojos y el peculiar razonamiento de herencia y formación, parió y oficializó dicho espíritu para el devenir de la humanidad, hasta hace muy poco.

Los escolásticos se encargarían después de vestir el cuerpo del pensar griego con el ropaje religioso cristiano (o viceversa), haciéndolo Estado, lo cual seguramente ha de representar la mayor aspiración del idealismo filosófico entre los políticos hombres.

Cuando con sus métodos y herramientas advienen los hombres de la ciencia moderna (Copérnico, Bruno, Bacon, Galileo, Descartes) y empiezan a cuestionar verdades establecidas, empieza otra vez a repetirse el ciclo del acusatorio de “irrespeto” al pensamiento divino, la historia de herejía, el ateísmo o impiedad.  Pero está vez con mejores métodos y esperanzas defensivos para el “hereje”; con más ciencia y menos refutación (aunque, en contrapartida, con más fanatismo); con más materia terrenal y menos aérea conciencia, para decirlo con un lenguaje de mayor aclimatación.  Y el asunto ─la debacle aristotélica y ptolomeica, específicamente─ empieza por el cuestionamiento geocentrista. 

La materia cobró dimensión existencial, filosófica, científica; empezó a tener leyes, leyes ajenas a etéreas divinidades.  Los nuevos instrumentos, apoyo de los sentidos, exorcizaban en lo posible el yerro natural humano, esa ingenuidad del principio.  Y el mundo de los sentidos empezó a caer; Aristóteles, a tambalearse.  No era tan cierto eso de que los sentidos fuesen la medida de las cosas (tomando partido nosotros por una de sus interpretaciones):  los ojos decían que alrededor de la Tierra, divina ella, giraba todo; pero los instrumentos empezaron a comprobar lo contrario.

El método y las herramientas hicieron la diferencia respecto de la ingenuidad filosófica antigua; trajeron consigo la filosofía y ciencia modernas.

La filosofía antigua es como la primera escuela de los sentidos:  verdad y mentira navegan en ella, como en barcazas construidas con medidas ingenuas.  Aristóteles oficializó el espíritu griego, pero también su caterva errónea, transformada luego en autoridad.  Y los escolásticos luego hicieron ese trabajo: pervirtieron el espírtu idealista griego y lo reclavetearon haciendo de la barcaza una iglesia.  Ergo, tenemos al hombre, ser político y religioso, pensante humano, sometido en su pensamiento al tal método de autoridad mental, avasallado, en fin, por tanta “verdad” impuesta, en los sucesivo acariciando el arma del dudar y la desconfianza. Esto si reducimos al hombre a la simpleza interpretativa de que es un ser de conflictos, de fe y rebelión.

Las nuevas herramientas, actitudes y métodos invirtieron los papeles en la busca de la verdad:  ahora lo perturbado en el hallazgo no era la corriente interna del espíritu; al contrario, el espíritu humano, con su formación y carga de maderos claveteados, era quien entorpecía el libre fluir e interpretación de la corriente material y sus leyes.  El punto es materia de reflexión para Bacon en su Novum Organum y sus conocidos ídolos del prejuicio.

Tener, ser, saber

“Explicar la diferencia que hay entre:  lo que uno tiene; lo que uno es; lo que uno sabe.  Considere que lo que uno sabe es siempre legítimo, honestamente adquirido, moralmente inobjetable y de ningún modo expropiable”
Ignacio Burk

I

“Tener”, corrientemente “lo que uno tiene”, en general parece determinarse por “el qué dirán”.  Tiene mucho de prejuicio, de convención, de sentencia social.  Y puede, por consiguiente, comportar una gran falsedad respecto al real “contenido”  (valor) de lo que se tiene.  Es decir, confusión en relación a su conceptuación en términos de autenticidad; si vale más “tener” porque se es propietario de asuntos materiales o porque se es portador de intangibles sustancias espirituales.

Para el primer caso, bien que parece haber condiciones concretas para decir “yo tengo”; la casa, vehículo o los billones de bolívares así lo acreditan.  Para el segundo, suponiéndose que no se tenga más que la vida y cierto saber, es más difícil acreditar que se tiene algo, aunque el conocimiento o saber del cual se es dueño pueda comportar la maravilla de salvar al mundo.

El problema es que es intangible, nadie lo ve y no puede ser digerido para que alguien, por ejemplo, se lo coma y pueda luego decir que sirve para algo.  De allí el menosprecio por el mundo de lo invisible, para decirlo de algún modo. 

Se cansó el mundo de “tener” maestros que promulgaron el conocimiento que salva al mundo, y fueron en su tiempo, sin excepción alguna, a los ojos de los dueños de las fortunas, unos redomados miserables, en muchos casos descamisados hasta morir.  Tal es el precio de no ser rico en los asuntos materiales de la Tierra; esto es, en no ser depositario de los tesoros monetarios, sino de las ideas, mismas que son como la moneda de lo etéreo.  Tocarse la cabeza y decir “Tengo” mantiene una diferencia sustancial con que toques tu billetera o tus propiedades y digas lo mismo.

Tanto es la necesidad de convicción por “tocar madera” del hombre que los mismos maestros, a veces cansados de la vocación material del mundo, tuvieron que aceptar entre sus seguidores a hombres que jamás terminaron de desprenderse de semejante modelamiento.  Santo Tomás tuvo que introducir un dedo en la mano herida de Jesús de Nazaret para cerciorarse de su divinidad, aun hecha materia.  Porque es así con el hombre:  lo incorpóreo, lo que es moneda de lo invisible, no parece ser parte del mundo concreto terrenal, perteneciendo, por el contrario, al mundo de los númenes y los cielos.

Quien ha tenido el conocimiento jamás en su tiempo ha sido dueño de “nada” (para continuar con este materialismo) , aunque por momentos pueda haber sentido que la humanidad dependa de sus “secretos”.  Domeñaron los sacerdotes antiguos a sus pueblos con sus saberes astronómicos, físicos y químicos, como magia determinante sobre la actividad de manutención colectiva, como la agricultura, la caza y la pesca; pero siempre estuvieron al servicio de una casta superior, es decir, de unos mayores potentados dueños de “todo”, hechos con el poder de ser dueños de vidas.

Científicos de todo tiempo descubren las leyes que regulan la materia y la fenomenología física del mundo, y algunos en su época no pudieron siquiera hablar de sus hallazgos, aunque estos pronosticase que una bola de fuego se acercaba al planeta Tierra para destruirlo.  Modernamente, como tampoco contemporáneamente, la suerte ha cambiado.  Quienes sean estudiosos de los pormenores de la física (estandarte científico de lo material, para estrechar un poco los campos y para escoger el ejemplo alusivo), ricos como sea en conocimientos, no pasan de ser más que útiles operarios al servicio de los poderes constituidos (estructurales, tangibles) del mundo.  Como si la materia tuviese la vida y voluntad propias de sus dueños y se diese el lujo de explotar a conveniencia el contenido de semejantes envases de “aire” humano.

Quienes sabios (operarios al fin) trabajaron para concretar el armamento atómico fueron científicos prácticamente convictos de las fuerzas de seguridad del “mundo poderoso de lo material” reinante, para de algún modo retratar a quienes dueños de la materia y la fuerza la utilizan como una herramienta para el dominio sobre los demás.  Ricos, terratenientes, transnacionales, plutócratas, son los dueños materiales del planeta Tierra, luciendo el otro “rico”, el que tiene el conocimiento (para restringirnos a nuestros puntos), como una criatura que muy a su pesar parece tener un cuerpo material que requiere su espacio vital en el mundo, teniendo que pedir permiso para vivir a quienes funjan de amos.

Al sabio se le paga con una “hoja de servicios” y reconocimientos académicos, y hasta con “inmortalidad”, si de la especie antigua.  Su poder y capacidad de obrar son limitados; su estatus y tener, estereotipados.  Siempre operarios, “al servicio de”.  Siempre hombres “nobles” que consumieron su vida para adentrarse en las honduras que rigen el mundo de lo material, mientras los otros se apoderaban de los campos por ellos estudiados.  Tal es la suerte y destino de los hombres llamados de ideas:  científicos, revolucionarios, soñadores, predicadores…, desprendidos de lo mundano material para hacerse representantes de otros mundos en la Tierra.  Jesús de Nazaret trastocó el mundo con sus tesis –si, como no-, pero el mundo nuevo inaugurado por su Iglesia dista a un año luz de su predicación original, sistematizadas sus enseñanzas en un corpus monumental de la hipocresía, asimiladas por los posteriores aparatos del Estado como mecanismos de control, siendo presuntamente hasta el Estado mismo en muchos casos, al servicios de potentados y minorías.  La religión, para el caso, es un desenfrenado libro sagrado pervertido históricamente en sus códices según pautas de las estructuras a conservar.

A cuentagotas, como siempre ha sido la historia, sus aportes, los precipitados de sus riquezas (hablamos de los sabios, dueños de nada), han tenido un impacto dosificado sobre la realidad, dado que la realidad –ese aparente mundo concreto de lo material- ha mantenido siempre sobre sí un custodio de la conveniencia, un cancerbero que devenga intereses de la moldura material de “como está hecha la vida”.  De modo que nadie podrá aseverar que un teniente de las ideas modificó nada, así como así porque quiso y dispuso, demostrando con su acción valencia de su creída condición de tener.   Nada más lejos, como llevamos dicho.

El mundo, pues, es ese molde expresión de quien “tiene” y es dueño de los asuntos materiales; es un edificio atravesado por los vericuetos interesados en velar sus propias fronteras.  Moverlo, esto es, intentar contagiarlo con un brote de “riqueza” de quien pare una idea aunque sea luminosa, no vale el esfuerzo ni de la idea misma, al menos en un plazo inmediato.  Granítica es la tenencia de quienes se apropian del sistema, es decir, del verbo “tener” hecho práctica.  Se mantuvo a Aristóteles por los Estados y formas de poder occidentales como la versión oficial de la realidad, hasta no hace gran cosa de tiempo, manteniendo estático el interés de ciertos grupos humanos; Galileo Galilei, con su gran verdad, no convino al estatus material del momento con sus elucubraciones y fue obligado a sumirse en foso de sus propias negaciones.

El poder es el átomo (y quienes en efecto lo señorean), nominación de lo material, con todo y que es una convencional idea confeccionada por sabios.  Arquímedes, el sabio griego, después de todo inventaba pertrechos de guerra para procurar el triunfo de los suyos, donde tenía un espacio para que su cuerpo viviera y de donde derivaba el plato de comida con que lo alimentaba.  Puede resultar pintoresca la imagen del sabio trabajando en sus laboratorios, mientras soldados daban la vida en la batallas y algunos pocos, propietarios ellos, tenientes capitanes de la materia, diseñaban el cómo utilizar los inventos y el dónde se perderían más vidas.

Quien fatuo suponga que el mundo ha de cambiar porque halle con su elucubrar científico la cura para las más difíciles enfermedades que aquejan a la humanidad, ha perdido con los años dedicados a los estudios la riqueza de comprender la vida.  No se curan las enfermedades más allá del interés corporativo de sus transnacionales.  Se repite:  las estructuras, por cierto materiales, están creadas con el propósito de velar por sus dueños y para ser veladas por ellos. 

Nunca el sabio, del que se puede afirmar nada material posee (a menos que su conocimiento se concrete en función de la producción material, no sabiéndose si sería sabiduría, para el caso), pudo haber sido tan pleno como cuando míticamente fue instruido por Prometeo para recibir y manejar el fuego, de natural propiedad de los dioses.  El fuego concreto, aniquilante, arrasante de estructuras y hombres.  El hombre-dios, conocedor de sus secretos...  Pero son épocas míticas de la memoria, superadas por las fantásticas fortalezas de los presentes destinos.

II

¿Quien o qué dicta, en fin, lo que es “auténtico” tener?  ¿Quién tiene y quién no?   ¿Es el asunto una consideración sobre paradigmas y convenciones?  ¿Tiene quien es dueño de la materia?  Luego, ¿quien tiene es, de modo que un sabio, siendo propietario de lo incorpóreo, ni nada tiene ni nadie es?

En modo alguno el asunto pertenece a lo convencional.    No se dirá que alguien tiene algo es dueño de nada si no es capaz de derivar poder de sus tenencias y si no es capaz de protegerlas.  Hablamos del mundo granítico de lo material, susceptible de adoptar formas físicas y agresivas de herramientas, de las armas, capaces cortar “físicas” vidas.  Hablamos de la cultura efectiva del soldado, armado para matar, defendiéndose a sí, a sus dioses, señores e intereses.  El hierro forjado, la materia concreta que se tiene, sus capacidades inherentes de muerte, no son una convención, sino un efecto tangible de facto.

Porque el hombre discurre en medio de la propia naturaleza que lo porta:  el cuerpo físico que respira, se alimenta y defeca; el mismo que requiere un espacio para estar y ser, aunque su mente tenga conciencia de todas tales necesidades, propias de la animalidad de la especie.  Se es en concreto carne y materia, perteneciendo las ideas a la dimensión de lo que no es, careciendo de efecto tangible de vida mundana.  Se es Santo Tomás tocando y no Jesucristo predicando una utopía de lo imposible.

Bastante puede considerarse el “ídolo del mercado”, de Bacon, como la convencionalidad influyendo sobre la cultura de inauténticos modos de vida, y se puede aceptar, como en efecto ocurre en la vida, de que es alguien quien tiene y es dueño de cosas, vista de determinada manera y tenga poder, viviendo una “dolce vita”; pero nada rebasará, como mejor explicación para discurrir sobre este “natural” materialismo humano, el mismo hecho del hombre de ser una corporeidad que requiere combustible “físico” para seguir viviendo.  Tiene, quien en los términos discurridos, es material.

Huelga hablar sobre “ser” (en este sentido cotidiano que tratamos), porque en la onda seguida se nos presenta como una consecuencia, bajo el enfoque del “ídolo del prejuicio” citado de Bacon.   “Saber” comporta un modo de esencia, de “ser”, ya bastante contrastada con el tema material de la discusión.

Inicio

Blogger Template by Blogcrowds