I

En al aforismo 68, de su Novum Organum, dice Francis Bacon:

conviene por formal y firme resolución, proscribirlos todos [a los ídolos del prejuicio], y libertar y purgar definitivamente de ellos al espíritu humano, de tal suerte que no haya otro acceso al reino del hombre, que está fundado en las ciencias, como no lo hay al reino de los cielos, en el cual nadie es dado entrar sino en figura de niño.¹

Al respecto comenta el profesor Ignacio Burk:

El pensamiento de Bacon es en amplia medida utópico.  Su sueño de una humanidad libre y feliz por obra y gracia de la ciencia, sigue siendo sueño.  Hoy sabemos que una vida estrictamente científica es imposible.  Más importante que el saber científico, es saber qué hacer con la ciencia.  Y esto no es un problema científico, sino humano.  La solución que se le dé, no podrá ser tecnológica.  Dependerá fundamentalmente del grado de sabiduría y de la calidad moral del hombre y de su sociedad planetaria.  Las perspectivas del futuro de nuestra vida, dominada por la ciencia y sus aplicaciones técnicas, son oscuras; entusiasman y atemorizan a la vez.²

II

Dos aspectos quedan sobre la mesa.  El primero, expuesto por el comentado, es el asunto de las actitudes humanas que propicien el hallazgo del conocimiento; y el segundo, del comentarista, es el cientificismo, derivado del primero.

Como Jesús de Nazaret para ilustrar la condición del alma humana requerida para “entrar al reino de los cielos”, no vacila tampoco Bacon echar mano de la imagen del niño para apoyar su punto de la necesidad de desprejuciarse para acceder al reino de los hombres, que es el de la ciencia, según afirma.

De manera que el conjunto metafórico no deja de ser atrayente por su doble connotación:  el ser “niño”, por un lado, despojado de malicia, para después merecer ser el mayor receptor de la verdad divina; y, por otro lado, el ser el mismo niño pero sin ningún atisbo de prejuicios tergiversadores de la razón para acceder consecuente a la verdad científica.

Región divina por lado y región humana por el otro; fe y pureza para uno, ciencia y precisión para el otro.

 

III

La comparación es, sin duda, poderosa.  Compara tiempos, actitudes humanas y cambios históricos, más allá del simple hecho de la conexión metafórica.

Inauguró Jesús de Nazaret una era de revolución con su propuesta de que el hombre ame al prójimo como a sí mismo en medio de una humanidad exponencialmente egoísta, centrada en la guerra, el poder y la lujuria, sin conciencia conceptuada del amor.  Hizo el amor, en el plano de los sentimientos y la esperanza, su trabajo balsámico de rescatar a millones sumidos en el olvido y la condena para aproximarlos a una salvación inusitada, haciéndolos transitar el camino de la verdad y fe divinas.  Por primera vez el amor se hacia conciecia y ser de cultura.

Bacon, por su lado terrenal, protagonizó un cambio de época, de mundo, de paradigma, y a su manera inauguró una posteridad también.  En su opinión, su tiempo era el “anciano del mundo” y no los llamados “tiempos antiguos”.³  En consecuencia, se sentía partícipe de una época rica en observaciones y experiencias (ya se contaba con la pólvora, la imprenta y las propuestas de Copérnico y Galileo sobre la farsa del mundo geocéntrico), momento del espíritu calificado ─se dirá─ para desmontar la prédica del pensamiento dominante de entonces, a saber, el aristotelismo, sistema filosófico antiguo que daba mucho crédito al testimonio de los sentidos, en especial al del ojo humano, y dogmáticamente centraba los pilares de sus postulados bajo la fuerza de la autoridad.

Centra sus reflexiones, en consecuencia, sobre la verdad, como a su manera lo hiciera el nazareno.  ¿Qué es la verdad?  En mundo había vivido bajo el engaño, bajo una dictadura impuesta desde los clásicos, cerrada hacia el camino de la certeza.  Precisado estaba de un cambio de timón que empezaba por borrar eso de que hombre y sus sentidos eran la medida de las cosas, caldo histórico de cultivo del yerro humano.  No razonaba con pureza el hombre para atisbar la verdad de las cosas, por un lado, y la autoridad escolástica de la época, por el otro, ejercía un verdadero imperio sobre los ingenios y pretensiones de ver más allá de la nariz convencional.  Un ciclo cerrado para el error.

Así propone una introspección del pensamiento humano para depurar del yerro la capacidad del juicio del hombre (sus famosos ídolos del prejuicio) y desarrolla una propuesta de ciencia basada en la observación y el uso de instrumentos y métodos auxiliares allí donde la cortedad de los sentidos humanos no eran suficientes para acceder a la verdad.  En otros palabras, un sistema (método ya en Descartes, más adelante) para procurar la verdad, empírico él (Bacon es considerado el padre del empirismo), con los pies sobre la tierra y los nuevos tiempos, y alejado de aquellos cimientos etéreos procedentes de épocas ingenuas de la historia del pensamiento.

Hacerse niño para acceder al mundo de los hombres, que es el de la ciencia, y poder participar de la verdad con precisión en virtud de un juicio límpidamente guiado (sin prejuicios) y apoyado en un método, encuentra empuje argumental en la explicación de uno de sus ídolos, el de las cavernas:  el hombre, de niño, viene pergeñado hacia el error por la educación que recibe, por la influencia de quienes ejercen autoridad sobre su persona y por el trato ordinario con otros, lo cual lo conduce hacia una noción de cotidiana normalidad que eventualmente teñiría la diafanidad de su percepción y juicio posteriores.

De modo que se precisa la revisión y, dado el caso, el desmontaje de las nociones que pudieran conllevar a errar el camino hacia la verdad entre los hombres, esto es, el hecho científico.  Ahora había que mirar con ciencia, con método, con sistema, y para ello había que desenredarse de lo aprendido que no sirviera al propósito de tan terrenal y flamante religión entre los hombres.

 

IV

Tal cientificismo propuesto por Bacon, ese método que se basa en la observación y en el preciso guiar del razonamiento para llegar a la verdad del objeto estudiado, ejerció su peso histórico en el nacimiento de la ciencia que conocemos.  No existe noción de método científico (medición y empirismo) que no reconozca a Bacon como uno de sus progenitores, al menos en su expresión precursora dado que el método de hacer hacer ciencia hoy es otra cosa.  Fue el legado de posteridad de este pensador en su tiempo.

Mas como otros tantos pensadores que concibieron doctrinas, recetas o modos de vidas para lo humano (irónicamente como el mismo aristotelismo contra el cual se revolucionaba), Bacon navegó en lo utópico.  ¡Pero es el hombre el molde imperfecto que no se presta para el calado probablemente perfeccionista de las doctrinas:  materia inasible eterna, corriente informe de una espiritualidad sin fronteras!

 

V

Aquello de derivar conocimiento y conceptuaciones de la naturaleza observada y medida puede que en su tiempo constituyó una propuesta de desmontaje de un pensamiento sistematizado sobre la autoridad y la percepción ingenua; pero de allí a que pueda normar el indomable modo de vivir y de pensar de los seres humanos (especie reacia a lo eterno, al encasillamientos), parece mediar un trecho inconcebible.  Pero probablemente no sea Bacon y su utópico cientificismo la imperfeccion, como dijimos,  sino el hombre, el majadero hombre...

No obstante el espectacular influjo de la ciencia en nuestras vidas, especialmente hoy, era de la información, sociedad postindustrial, y no obstante el constante flujo y reflujo de utopías futuristas, el hombre lejos está de concebirse como una máquina, máquina robótica como las de hoy.  Ni siquiera en el caso de la cibernética, que concilia al tejido vivo (pensante o palpitante) con la máquina locomotora, se puede concebir que el majadero pierda ese espíritu de la duda y de la tentación que lo hará acariciar para siempre lo que se suponga más allá de los límites.  Porque tal pareciera su definición y tendencia:  el infinito y la imprecisión; y tal noción pareciera corroborarse en época tan científica y precisa como la de hoy cuando, a pesar de los caminos explorados, el majadero sigue mirando más allá y tentando el infinito, preguntándose lo de siempre:  ¿qué somos?, ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos?   Cómo si no hubiésemos llegado a un punto que se pueda considerar un límite.

El alma humana es una sed que no se sacia.

 

Notas:

¹  Francis Bacon:  Novum Organum [en línea]. – [S.P.I.]. - Libro primero, Aforismo 68. http://paranalisis.blogspot.com/2012/08/francis-bacon-novum-organum.html.  [Consulta: 4 sep 2012].
²  Ignacio Burk:  Filosofía:  Una introducción actualizada / Pedro Luis Díaz García y Luis Felipe Quintanilla Ponce (Col). – Caracas:  Insula [impreso por Grafarte para Vzla], 1984 [tomado de la Cub.]. – p. 10.
³  Bacon:  Novum... - Aforismo 84.

Descartes y el statu quo

“Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas”
René Descartes.

No obstante René Descartes (1596-650) ser considerado el padre de la filosofía moderna, así como de la ciencia, entre otras denominaciones ya geométricas y matemáticas, es, de modo inevitable, como cualquiera que respirase los vahos de la dictadura aristotélica del momento, un espíritu antiguo.  Dijo alguien, cuyo nombre escapa a estas líneas, que en cada uno de nosotros anima un antiguo.

Probablemente, de la familia de los filósofos, ronde Sócrates los contornos cartesianos, o viceversa.  No es materia aquí su comparación, pero no es posible evitar durante la lectura de sus escritos, en especial el Discurso del Método, la evocación de esa sombra socrática que marcha en pos del cumplimiento de su oráculo, ese mismo que le dictaminó que era el hombre más sabio entre los hombres de su tiempo.  Descartes, por su lado, es una pila de académica humildad (si ese contrasentido es posible) y anda deteniéndose a cada trecho para ofrecer disculpas por los vanidosos o petulantes perfiles que sus palabras puedan ofrecer; pero, como en Sócrates, que humildemente buscaba el conocimiento de su nimiedad personal (comprobar que no era el hombre más sabio) y la misión misma lo revestía de inexorable grandeza, en Descarte no ocurría menos cuando declaraba que le “embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia” (1).

Una declaración, sin duda, de grandeza a la inversa, si es posible expresarlo así, tal cual como en Sócrates.  Mientras el viejo buscaba a alguien más sabio que él, descubría un mundo nutrido de ignorancia y consecuentemente se corroboraba a sí mismo como el más sabio de los hombres; así en el nuevo, en Descartes, mientras se declaraba ignorante a la par que errado, proponía un método que garantizaba el hallazgo de la verdad y la corrección de mundo tan desviado. Y nadie mejor que él mismo, como lo declara hacia el final de su escrito, para ejercerlo (que otros no lo ejecutarían tan bien como él, que lo concibió), de paso, método de su pura invención, como no vacila en aclararlo; y método necesario en época donde prevalecía una filosofía vulgar y autoritaria por encima de los balbucientes cimientos de una más cierta, la cual se proponía establecer.

Descartes es un hombre del Renacimiento (su primer filósofo, además) y hay, de hecho, problemas epistemológico para entroncarlo con la filosofía precedente, como afirma Manuel García Morente; cita este autor a Hamelin:  “parece venir inmediatamente después de los antiguos” (2).  Lo cual nos arroja a la situación ensayada al principio de este escrito de conectarlo directamente con Sócrates como presencia antigua, incluso a despecho de ser el filósofo renacentista uno de los precursores de la modernidad, nueva era que, por cierto, comporta una actitud de ruptura con los valores cuasiingénuos de la antigüedad.

Por supuesto, la comparación es sólo formal y conducente, en nuestro caso, a la reflexión procurada sobre el respeto de Descartes por lo establecido.  Ambos se enfocan sobre la mecánica del razonamiento, el primero como atornillándola severamente hacia una dialéctica que no cesó de granjearle enemistades (no es tarea precisamente amable esa de andar demostrándole a la gente que es ignorante); el segundo, por el contrario, desatornillando el armazón del pasado, construido por los antiguos sobre base de la autoridad (Platón, Aristóteles, Ptolomeo) y la apreciación errónea de los sentidos. Eso de que el hombre era la medida…, ¡umm!, ya como que no era suficiente.

Buscar la verdad, en uno, como construir una nueva ciencia que también la encontrase, en el otro, separados por veinte siglos, los condujo al mismo apartadero:  tener conflictos con los poderes políticos y religiosos del momento, el uno abiertamente y el otro soterradamente.  Ya se sabe:  Sócrates fue condenado a muerte no tanto por afirmar que oía la voz de un pequeño dios que lo inspiraba, ofendiendo así a los dioses mayores y pervirtiendo a los jóvenes, como por aporrear la egolatría de unas cuantas personalidades de su época.  Los hombres, en el fondo, matan por vanidad y utilizan las leyes para ello.

En cambio Descartes fue un filósofo más cauteloso y críptico, a pesar de que también cultivó su “genio maligno”.  Su conflicto con los poderes fue interno, calculado, acallado y maniatado.  No obstante proponer esencialmente con sus escritos el inicio de una nueva era del pensamiento que echaba en el cesto la sacra autoridad de los ídolos oficiales, Descartes mantuvo el cuido de ser o parecer conciliador.  Al respecto, algunos hasta alegan que, como hombre de geometría y de matemáticas que era, escribió sus textos manejándose en claves.

Lo cierto es que el francés apreciaba en grado sumo el tiempo y temía malgastarlo en las diatribas y defensas a las que podían conducirle la expresión francamente opositora o desafiante de sus ideas.  Por ello respeta la autoridad y la institucionalidad de su época.  Necesitaba terminar su obra y en aras de ello, sincera o hipócritamente en un filósofo que comportaba la demolición de lo establecido, se dedicó a lo largo de sus escritos a exorcizar el eventual conflicto entre el stablishment y sus ideas.

Fresca estaba la abjuración de Galileo Galilei para salvar su pellejo, en 1633, y, un poco más atrás, la quema de Giordano Bruno vivo, en 1600.  Y más allá, antes de su propio nacimiento, rondaba también el recuerdo de la vida de Nicolás Copérnico, quien vivió siempre tembloroso con el fajo de su De revolutionibus orbium coelestium debajo del brazo, finalmente publicado en 1543, año en que muere.  Menciónese que, a modo de endulzamiento para con la autoridad por causa del calibre de lo desarrollado en el texto, Copérnico dedica una larguísima introducción al Papa Pablo III, aduciéndole que se justificara la obra como un aporte al acuerdo entre los hombres respecto de los movimientos planetarios y como una herramienta de mayor exactitud predictiva para Iglesia en su busca de un calendario más exacto.

De hecho, lo sucedido con Galileo lo llevó a desistir de su plan de publicar El Mundo, o tratado de la luz, para no ir sembrando vientos de tormentas sobre un terreno que aún esperaba lo mejor de sus obras.  El tal tratado versaba sobre física, medicina y consideraciones sobre el alma y la vida animal.  Esboza sus razones Descartes en su sexta parte del Discurso:  “supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física”; y más adelante:  “nada había notado en ella, antes de verla así censurada [la opinión], que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado” (3).

De forma que pareciera que la pequeña astucia de Copérnico de halagar a la autoridad para hacer pasar sus hallazgos (no digamos ya el abierto reto de Sócrates) fue redimensionado de modo supremo por Descartes cuando centra su indagación sobre Dios, el hombre y su naturaleza y verdad, en sus Meditaciones, 1641, especialmente por abundar sobre su perfección.  Su discurso sobre la ciencia errónea y el yerro humano parte del presupuesto inobjetable de la perfección divina, inmutable e independiente.  El error es susceptible de cabalgar sobre aquello que es materia dependiente de otra y no se ofrece simplemente con todo su ser y evidencia a la percepción humana, requiriéndose para su final develación el apoyo de herramientas y el amparo de un método en la guía de los razonamientos.

Pero más allá de los tan refinados cuidos del filósofo respecto a no agraviar personas o instituciones de su tiempo (o “grandes verdades”), para comprender su determinación de “Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas” es necesario estar al tanto de su plan epistemológico explicado en la parte tercera del Discurso.

En el escrito, que divide en seis partes, dedicando la primera al tema de las ciencias, la segunda a explicar propiamente su método para guiar a la razón en la busca de la verdad científica, la tercera sobre algunas reglas morales que se propone seguir mientras implementa su método, la cuarta a Dios y el alma humana, la quinta a la física y la sexta a la naturaleza y a desarrollar algunos consejos para investigarla; Descartes nos dice que se hace de una “moral provisional” para afrontar la tarea propuesta, que, como clásicamente sabemos, es la deconstrucción del todo el bagaje recibido durante sus años de aprendizaje, con seguridad plagado de errores y falsas apreciaciones de los sentidos (esto confesado a pesar del mismo aprecio que profesa por su educación, de la cual se enorgullece, y de su no ocultada admiración por los maestros del pasado).

Y la parte de esa moral para soportarlo en esa especie de borrón y cuenta nueva del conocimiento que emprende con sus razonamientos, es la explicada en la tercera:

seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir (4)

Allí notamos que el tal “cuido”, que mal o bien podríamos pasar como miedo o cobardía, se sujeta a los criterios de moderación y sensatez, a los usos políticos y sociales de la época y se elabora sobre un reconocimiento final de conciliación con aquellos con quienes necesariamente tendría que convivir en su país.

La razón, por debajo de ese cariz circunspecto:  para Descartes lo real es lo simple y evidente al entendimiento (porque es sustancia esencial que no depende e otra para comprenderse), lo cual es base de su filosofía de exploración cognitiva y ontológica.  Si algo se puede decir con seguridad del hombre es que es una substancia que piensa (cogito ergo sum), con facultad para razonar, y ello, para Descartes, constituye una evidencia de realidad del mismo que los usos y costumbres de los países configuran los efectos indubitables de un modo relativo cultural de ser.

Su condición de viajero y observador parece haber influido en el asentamiento de este criterio de relatividad, y tal criterio cordial, por donde se vea, parece penetrar su obra siempre para conciliar, para, de algún modo, amansar el contenido subversivo de sus planteamientos.

Finalmente, hay que decir que, no obstante sus cuidos y alegatos despistadores de los juicios autoritarios de la época, sus ideas fueron proscritas luego de su muerte.  El ser cartesiano fue durante un tiempo un delito.

 

Notas:

(1)  René Descartes. Discurso del Método [en línea]. Pról. Manuel García Morente. [S.P.I.]. [Pantalla 35, 1º parte]. http://docuapoyo.blogspot.com/2012/08/rene-descartes-discurso-del-metodo.html. [Consulta: 27 ago 2012].
(2)  O. Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911. Citado por Manuel García Morente en Op. Cit. (en su Pról.]. [Pantalla 14].
(3) Ibídem, [pantalla 94].
(4) Ibídem, [pantalla 53].

“Alguien ha dicho que los sentidos son los maestros primarios de la humanidad.  Nos enseñan las primeras letras:  un sinfín de cosas útiles, pero también una buena porción de falsedades.  La cosmología de Aristóteles fue falsa porque daba demasiado crédito a los ojos.  El científico les tiene una cierta desconfianza a los sentidos:  a ojos y oídos”
Ignacio Burk.

I. Pintorequismo idealista

La historia del mundo antiguo está llena de graciosas o grotescas anécdotas sobre filósofos.  Rápido viene a la mente aquel impresionante señor sofista que se paraba en la plaza pública y ante un auditorio por fuerza culto ─el griego─ demostraba cómo una tortuga le ganaba una carrera a Aquiles, el de los pies ligeros.

O esta otra, que calza al pelo con nuestro tema:  que Demócrito se arrancó los ojos para impedir que las impresiones del mundo exterior interfiriesen en sus meditaciones.

Y así muchas otras que ponen ante nuestros ojos a unos griegos entusiastas y capaces de todo por conservar la mecánica de su razonamiento lógico.

Demócrito tuvo como discípulo a Protágoras, el famoso creador de la frase “El hombre es la media de las cosas”, de gran controversia interpretativa hasta hoy; y tuvo como maestro a Leucipo de Mileto, fundador de la teoría atomista, aunque para muchos estudiosos no existió más que como un ardid-invención de Demócrito para sustentar sus afirmaciones.

Demócrito es considerado por muchos el padre de la ciencia moderna por aquella propuesta suya de desterrar a la magia en la explicación de los fenómenos físicos:  sentir el contacto de un cuerpo sobre la mano, por ejemplo, no tiene su causa en la presencia de un dios de la materia en las cosas, sino en un proceso puramente físico y mecánico.  Más allá, incluso, postula que la visión es posible a la emisión de partículas de los cuerpos, teoría corpuscular desarrollada siglos después por Newton.

Sin que esto necesariamente deje de conceptuarlos como idealistas, como de hecho más modernamente los catalogamos (pensadores entregados a un puro discurrir del razonamiento, que da para hacer ciencia y explicar la vida, rozando la meditación), tales inquietantes atisbos epistemológicos traen a la consideración la eterna discusión de la conciencia humana como derivada de la materia o de las ideas (dualismo materialismo-idealismo).

Al sacar a dios de los cuentos humanos, a Demócrito se le considera el primer ateo.  Postula que la realidad es materia:  "Los principios de todas las cosas son los átomos y el [vacío]; todo lo demás es dudoso y opinable"; y que "El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío, pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”.

Dice la literatura que Platón en su tiempo lo aborrecía y que, en un acceso de ira, intentó quemar sus escritos.

De Protágoras, su discípulo, el de la fase controversial arriba dicha, se dice que fue el creador del arte retórico y el primer profesional de la educación que se conoce:  sofista, viajero, donde iba cobraba un alto sueldo por enseñar.

Era lo que hoy se llama un agnóstico:  “respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana.” Actitud escéptica que, como en Pirrón (fundador del escepticismo filosófico), probablemente fue alimentada por su condición viajera y gran conocedor de mundo.

Su frase “El hombre es la medida”, independientemente de la interpretación individual o colectiva que se le dé, encarna un alto contenido de relatividad humana, fundamentalmente anclada en la capacidad de juicio de los hombres, inevitablemente soportada en el testimonio de los sentidos, considerados de dudosa exactitud o perversión hasta por ellos mismos, los antiguos.  No es casual que de esta línea familiar de filósofos mencionados algunos hayan acometido acciones tendentes a suprimir el yerro que se hereda del testimonio de los sentidos y que puede turbar la capacidad de juicio del hombre:  como se dijo de Demócrito, que se sacó los ojos para que no entorpecieran su meditación del mundo, también se dice que el filósofo Pirrón se extirpó las cuerdas vocales para así mantener una libre suspensión del juicio.

Después de leer su escrito Sobre los dioses, muerto su protector Pericles, este discípulos de Demócrito, Protágoras, cayó en desgracia.  Fue acusado de impiedad, y se impartió la orden de quemar sus libros y condenado a muerte o destierro, disyuntiva aún imprecisa.  Tal cual como ocurriera con Sócrates, condenado por profesar y propalar sus creencias, incómodas para el orden establecido.

Del maestro de Demócrito, Leucipo de Mileto, hay que decir lo que del mismo Demócrito:  fundó el atomismo mecanicista:  existe el ser (formado por átomos) como el no-ser (formado por el vacío), esto en aparente respuesta a las enseñanzas de su maestro Parménides.  Atiende la naturaleza formal de las cosas y señala, por ejemplo, que el alma esta formada por átomos esféricos.

 

II. La cruda materia

Lo anterior, tal retahíla sobre filósofos convencidos de  sus ideas y desconfiados del testimonio que le brindan sus propios sentidos, sienta el precedente conflictivo filosófico entre la autoridad y el pensamiento, emblemáticamente ilustrado con la vida y condena de Sócrates, si hablamos de los antiguos, y con la de Galileo Galilei o Giordano Bruno, si de los modernos.

Desterrar la magia como opción explicativa del mundo sensible y, en consecuencia, ser acusado de ateo por excluir a los dioses de las debidas explicaciones; traer a colación a los átomos, aquello no que no se puede cortar, y proclamar y propalar que ellos por sí mismos (no por dioses) generan una sensibilidad que permite percibirlos; sufrir persecución y quema de libros como represalia y castigo por todo lo anterior, inaugura un cuadro de la experiencia gnoseológica que encuentra repetición varios siglos después con Copérnico, Giordano Bruno, Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes en la fundación de la filosofía y ciencia modernas.

Y es porque en el fondo, puede decirse, lo mismo para antiguos como para modernos, pende a la consideración el tema de la materia y la conciencia, de las ideas y la conciencia, apartados que dividen en corrientes a la filosofía.  Los unos materialistas, desterradores de dioses en su explicación de que la conciencia humana es consecuencia de lo material; los otros idealistas, que propalan que la idea es lo primordial.

En el principio no fueron los hombres, seres concretos, sino los dioses, seres etéreos.  Es la era mágica y primera de la razón humana.  Herramientas y hasta los mismos sentidos humanos son prescindibles para acceder a lo que entonces los hombres proclaman sus verdades, sus esencias, sus dioses, su panacea explicativa.  Si en un principio son las ideas (eso etéreo inalcanzable), es consecuente que la meditación sea el camino esencial para acceder a ellas.  Por ello no extraña que un Demócrito se arrancase los ojos para no importunarla; o que un Pirrón se extirpase las cuerdas vocales para no contaminar su juicio durante su ocurrencia.

El único método que entonces precisa tal sistema filosófico para sin yerro dar con la verdad, para su ciencia fundar una historia natural, es el de la meditación y el de seguir la evolución del espíritu, como dijera casi dos mil años después Francis Bacon.  Porque la verdad está subsumida en lo esencial, en lo etéreo, en la interioridad del individuo que percibe su sustancia y en su abstracción de lo externo.  La primera edad filosófica del mundo es, pues, la meditación, con todos su yerros y omisiones respecto del mundo extraconciente.

Pero los hombres son humanos y están dotados ─limitada e imperfectamente─ de sentidos, entonces la medida de las cosas.  Son los “genios malignos” del error (tanto entonces como ahora), como también mucho tiempo después dijera Descartes.  Su testimonio fementido hacia la corriente interna de la evolución del espíritu y sus ideas eventualmente degeneraba en perturbación contaminante.  Así ─volvemos─ se explica la anécdota de Pirrón y Demócrito.

Sin embargo, con todo y su por algunos postulada inadecuación en la aprehensión de lo esencial, los sentidos fueron la primera medida filosófica, la primera escuela de los hombres, como lo es la misma infancia para el humano.  Verdad y error estaban implicados en su percepción y, aun en el supuesto de apreciar la verdad, su testimonio siempre se consideraba alejado de la pureza y divinidad imperante en lo esencial.

La tragedia para los hombres empieza con los brotes materialistas, muchísimo antes que la historia de estos griegos de los que hablamos.   En otras culturas y enfoques podía el agua generar la vida, tener sus propiedades y facultades, ser diosa instituida sin problema alguno; pero en la época griega que tratamos, atribuirle a la materia propiedades autónomas era incurrir en ateísmo e impiedad.  Un dios animaba la materia y con su magia la hacia sensible a la percepción humana.  Se entiende que no era posible eso de que “en un principio fuese la materia, luego la conciencia”. Los dioses siempre fueron.

Si ya la percepción imprecisa de las cosas comportaba una contaminación para la corriente interna de la busca de la verdad, perturbando la meditación, el libre fluir del espíritu, mayor drama habría de representar aseveraciones como que la materia tenía una sistémica vida propia, desentendida de divinidad alguna; grave era eso de que una moneda en la mano la percibo porque ella, materialmente, emite un peculiar efecto y no porque la anime un dios para que yo sepa.  Lo contrario no es idealismo, sino ateísmo, para desgracia de sus propulsores.

Se trata de una era primitiva del pensar, como llevamos dicho, ensimismada en su propia fenomenología, en su dialéctica, que abarcó toda la época del razonar griego hasta el luminoso Aristóteles, que, sin otro remedio y auxilio que sus ojos y el peculiar razonamiento de herencia y formación, parió y oficializó dicho espíritu para el devenir de la humanidad, hasta hace muy poco.

Los escolásticos se encargarían después de vestir el cuerpo del pensar griego con el ropaje religioso cristiano (o viceversa), haciéndolo Estado, lo cual seguramente ha de representar la mayor aspiración del idealismo filosófico entre los políticos hombres.

Cuando con sus métodos y herramientas advienen los hombres de la ciencia moderna (Copérnico, Bruno, Bacon, Galileo, Descartes) y empiezan a cuestionar verdades establecidas, empieza otra vez a repetirse el ciclo del acusatorio de “irrespeto” al pensamiento divino, la historia de herejía, el ateísmo o impiedad.  Pero está vez con mejores métodos y esperanzas defensivos para el “hereje”; con más ciencia y menos refutación (aunque, en contrapartida, con más fanatismo); con más materia terrenal y menos aérea conciencia, para decirlo con un lenguaje de mayor aclimatación.  Y el asunto ─la debacle aristotélica y ptolomeica, específicamente─ empieza por el cuestionamiento geocentrista. 

La materia cobró dimensión existencial, filosófica, científica; empezó a tener leyes, leyes ajenas a etéreas divinidades.  Los nuevos instrumentos, apoyo de los sentidos, exorcizaban en lo posible el yerro natural humano, esa ingenuidad del principio.  Y el mundo de los sentidos empezó a caer; Aristóteles, a tambalearse.  No era tan cierto eso de que los sentidos fuesen la medida de las cosas (tomando partido nosotros por una de sus interpretaciones):  los ojos decían que alrededor de la Tierra, divina ella, giraba todo; pero los instrumentos empezaron a comprobar lo contrario.

El método y las herramientas hicieron la diferencia respecto de la ingenuidad filosófica antigua; trajeron consigo la filosofía y ciencia modernas.

La filosofía antigua es como la primera escuela de los sentidos:  verdad y mentira navegan en ella, como en barcazas construidas con medidas ingenuas.  Aristóteles oficializó el espíritu griego, pero también su caterva errónea, transformada luego en autoridad.  Y los escolásticos luego hicieron ese trabajo: pervirtieron el espírtu idealista griego y lo reclavetearon haciendo de la barcaza una iglesia.  Ergo, tenemos al hombre, ser político y religioso, pensante humano, sometido en su pensamiento al tal método de autoridad mental, avasallado, en fin, por tanta “verdad” impuesta, en los sucesivo acariciando el arma del dudar y la desconfianza. Esto si reducimos al hombre a la simpleza interpretativa de que es un ser de conflictos, de fe y rebelión.

Las nuevas herramientas, actitudes y métodos invirtieron los papeles en la busca de la verdad:  ahora lo perturbado en el hallazgo no era la corriente interna del espíritu; al contrario, el espíritu humano, con su formación y carga de maderos claveteados, era quien entorpecía el libre fluir e interpretación de la corriente material y sus leyes.  El punto es materia de reflexión para Bacon en su Novum Organum y sus conocidos ídolos del prejuicio.

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