Descartes y el statu quo

“Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas”
René Descartes.

No obstante René Descartes (1596-650) ser considerado el padre de la filosofía moderna, así como de la ciencia, entre otras denominaciones ya geométricas y matemáticas, es, de modo inevitable, como cualquiera que respirase los vahos de la dictadura aristotélica del momento, un espíritu antiguo.  Dijo alguien, cuyo nombre escapa a estas líneas, que en cada uno de nosotros anima un antiguo.

Probablemente, de la familia de los filósofos, ronde Sócrates los contornos cartesianos, o viceversa.  No es materia aquí su comparación, pero no es posible evitar durante la lectura de sus escritos, en especial el Discurso del Método, la evocación de esa sombra socrática que marcha en pos del cumplimiento de su oráculo, ese mismo que le dictaminó que era el hombre más sabio entre los hombres de su tiempo.  Descartes, por su lado, es una pila de académica humildad (si ese contrasentido es posible) y anda deteniéndose a cada trecho para ofrecer disculpas por los vanidosos o petulantes perfiles que sus palabras puedan ofrecer; pero, como en Sócrates, que humildemente buscaba el conocimiento de su nimiedad personal (comprobar que no era el hombre más sabio) y la misión misma lo revestía de inexorable grandeza, en Descarte no ocurría menos cuando declaraba que le “embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia” (1).

Una declaración, sin duda, de grandeza a la inversa, si es posible expresarlo así, tal cual como en Sócrates.  Mientras el viejo buscaba a alguien más sabio que él, descubría un mundo nutrido de ignorancia y consecuentemente se corroboraba a sí mismo como el más sabio de los hombres; así en el nuevo, en Descartes, mientras se declaraba ignorante a la par que errado, proponía un método que garantizaba el hallazgo de la verdad y la corrección de mundo tan desviado. Y nadie mejor que él mismo, como lo declara hacia el final de su escrito, para ejercerlo (que otros no lo ejecutarían tan bien como él, que lo concibió), de paso, método de su pura invención, como no vacila en aclararlo; y método necesario en época donde prevalecía una filosofía vulgar y autoritaria por encima de los balbucientes cimientos de una más cierta, la cual se proponía establecer.

Descartes es un hombre del Renacimiento (su primer filósofo, además) y hay, de hecho, problemas epistemológico para entroncarlo con la filosofía precedente, como afirma Manuel García Morente; cita este autor a Hamelin:  “parece venir inmediatamente después de los antiguos” (2).  Lo cual nos arroja a la situación ensayada al principio de este escrito de conectarlo directamente con Sócrates como presencia antigua, incluso a despecho de ser el filósofo renacentista uno de los precursores de la modernidad, nueva era que, por cierto, comporta una actitud de ruptura con los valores cuasiingénuos de la antigüedad.

Por supuesto, la comparación es sólo formal y conducente, en nuestro caso, a la reflexión procurada sobre el respeto de Descartes por lo establecido.  Ambos se enfocan sobre la mecánica del razonamiento, el primero como atornillándola severamente hacia una dialéctica que no cesó de granjearle enemistades (no es tarea precisamente amable esa de andar demostrándole a la gente que es ignorante); el segundo, por el contrario, desatornillando el armazón del pasado, construido por los antiguos sobre base de la autoridad (Platón, Aristóteles, Ptolomeo) y la apreciación errónea de los sentidos. Eso de que el hombre era la medida…, ¡umm!, ya como que no era suficiente.

Buscar la verdad, en uno, como construir una nueva ciencia que también la encontrase, en el otro, separados por veinte siglos, los condujo al mismo apartadero:  tener conflictos con los poderes políticos y religiosos del momento, el uno abiertamente y el otro soterradamente.  Ya se sabe:  Sócrates fue condenado a muerte no tanto por afirmar que oía la voz de un pequeño dios que lo inspiraba, ofendiendo así a los dioses mayores y pervirtiendo a los jóvenes, como por aporrear la egolatría de unas cuantas personalidades de su época.  Los hombres, en el fondo, matan por vanidad y utilizan las leyes para ello.

En cambio Descartes fue un filósofo más cauteloso y críptico, a pesar de que también cultivó su “genio maligno”.  Su conflicto con los poderes fue interno, calculado, acallado y maniatado.  No obstante proponer esencialmente con sus escritos el inicio de una nueva era del pensamiento que echaba en el cesto la sacra autoridad de los ídolos oficiales, Descartes mantuvo el cuido de ser o parecer conciliador.  Al respecto, algunos hasta alegan que, como hombre de geometría y de matemáticas que era, escribió sus textos manejándose en claves.

Lo cierto es que el francés apreciaba en grado sumo el tiempo y temía malgastarlo en las diatribas y defensas a las que podían conducirle la expresión francamente opositora o desafiante de sus ideas.  Por ello respeta la autoridad y la institucionalidad de su época.  Necesitaba terminar su obra y en aras de ello, sincera o hipócritamente en un filósofo que comportaba la demolición de lo establecido, se dedicó a lo largo de sus escritos a exorcizar el eventual conflicto entre el stablishment y sus ideas.

Fresca estaba la abjuración de Galileo Galilei para salvar su pellejo, en 1633, y, un poco más atrás, la quema de Giordano Bruno vivo, en 1600.  Y más allá, antes de su propio nacimiento, rondaba también el recuerdo de la vida de Nicolás Copérnico, quien vivió siempre tembloroso con el fajo de su De revolutionibus orbium coelestium debajo del brazo, finalmente publicado en 1543, año en que muere.  Menciónese que, a modo de endulzamiento para con la autoridad por causa del calibre de lo desarrollado en el texto, Copérnico dedica una larguísima introducción al Papa Pablo III, aduciéndole que se justificara la obra como un aporte al acuerdo entre los hombres respecto de los movimientos planetarios y como una herramienta de mayor exactitud predictiva para Iglesia en su busca de un calendario más exacto.

De hecho, lo sucedido con Galileo lo llevó a desistir de su plan de publicar El Mundo, o tratado de la luz, para no ir sembrando vientos de tormentas sobre un terreno que aún esperaba lo mejor de sus obras.  El tal tratado versaba sobre física, medicina y consideraciones sobre el alma y la vida animal.  Esboza sus razones Descartes en su sexta parte del Discurso:  “supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física”; y más adelante:  “nada había notado en ella, antes de verla así censurada [la opinión], que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado” (3).

De forma que pareciera que la pequeña astucia de Copérnico de halagar a la autoridad para hacer pasar sus hallazgos (no digamos ya el abierto reto de Sócrates) fue redimensionado de modo supremo por Descartes cuando centra su indagación sobre Dios, el hombre y su naturaleza y verdad, en sus Meditaciones, 1641, especialmente por abundar sobre su perfección.  Su discurso sobre la ciencia errónea y el yerro humano parte del presupuesto inobjetable de la perfección divina, inmutable e independiente.  El error es susceptible de cabalgar sobre aquello que es materia dependiente de otra y no se ofrece simplemente con todo su ser y evidencia a la percepción humana, requiriéndose para su final develación el apoyo de herramientas y el amparo de un método en la guía de los razonamientos.

Pero más allá de los tan refinados cuidos del filósofo respecto a no agraviar personas o instituciones de su tiempo (o “grandes verdades”), para comprender su determinación de “Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas” es necesario estar al tanto de su plan epistemológico explicado en la parte tercera del Discurso.

En el escrito, que divide en seis partes, dedicando la primera al tema de las ciencias, la segunda a explicar propiamente su método para guiar a la razón en la busca de la verdad científica, la tercera sobre algunas reglas morales que se propone seguir mientras implementa su método, la cuarta a Dios y el alma humana, la quinta a la física y la sexta a la naturaleza y a desarrollar algunos consejos para investigarla; Descartes nos dice que se hace de una “moral provisional” para afrontar la tarea propuesta, que, como clásicamente sabemos, es la deconstrucción del todo el bagaje recibido durante sus años de aprendizaje, con seguridad plagado de errores y falsas apreciaciones de los sentidos (esto confesado a pesar del mismo aprecio que profesa por su educación, de la cual se enorgullece, y de su no ocultada admiración por los maestros del pasado).

Y la parte de esa moral para soportarlo en esa especie de borrón y cuenta nueva del conocimiento que emprende con sus razonamientos, es la explicada en la tercera:

seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir (4)

Allí notamos que el tal “cuido”, que mal o bien podríamos pasar como miedo o cobardía, se sujeta a los criterios de moderación y sensatez, a los usos políticos y sociales de la época y se elabora sobre un reconocimiento final de conciliación con aquellos con quienes necesariamente tendría que convivir en su país.

La razón, por debajo de ese cariz circunspecto:  para Descartes lo real es lo simple y evidente al entendimiento (porque es sustancia esencial que no depende e otra para comprenderse), lo cual es base de su filosofía de exploración cognitiva y ontológica.  Si algo se puede decir con seguridad del hombre es que es una substancia que piensa (cogito ergo sum), con facultad para razonar, y ello, para Descartes, constituye una evidencia de realidad del mismo que los usos y costumbres de los países configuran los efectos indubitables de un modo relativo cultural de ser.

Su condición de viajero y observador parece haber influido en el asentamiento de este criterio de relatividad, y tal criterio cordial, por donde se vea, parece penetrar su obra siempre para conciliar, para, de algún modo, amansar el contenido subversivo de sus planteamientos.

Finalmente, hay que decir que, no obstante sus cuidos y alegatos despistadores de los juicios autoritarios de la época, sus ideas fueron proscritas luego de su muerte.  El ser cartesiano fue durante un tiempo un delito.

 

Notas:

(1)  René Descartes. Discurso del Método [en línea]. Pról. Manuel García Morente. [S.P.I.]. [Pantalla 35, 1º parte]. http://docuapoyo.blogspot.com/2012/08/rene-descartes-discurso-del-metodo.html. [Consulta: 27 ago 2012].
(2)  O. Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911. Citado por Manuel García Morente en Op. Cit. (en su Pról.]. [Pantalla 14].
(3) Ibídem, [pantalla 94].
(4) Ibídem, [pantalla 53].

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