I

¡Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible!  Usted nombre y piense.  Si no se le ocurre alguna, entonces piense en las que son susceptibles de concreción sobre el plano de lo real.  No es difícil empezar a imaginar.

Una idea es una proposición mental de realidad que, lógicamente, aspira (en tanto proyección) a un espacio fuera de los volátiles contornos del cerebro para virtualizarse.  Es un súmmum trascendental corporizarse, fundir su naturaleza etérea en un formal cuerpo donde sea el alma ─ese principio vital─ quien gobierne a la materia que lo comporte.  Y tanta más gloria tendría la transmutación si esa forma inicial se concreta en un sistema, esto es, en un conjunto de cuerpos gobernados por la concepción precursora, cuerpos (ya seres) debidamente ensamblados para un propósito. Lo que se llama sistema de ideas, ideología, doctrina, etc.

Pero ya es esto un colmo de realización, como quedó dicho.

 

II

Algunas pueden concretarse exitosamente; otras chocan con objeciones para su desarrollo.  No obstante, continúan siendo ideas porque su naturaleza siempre estará definida por esa aureola precursora.  Y al continuar siendo ideas, lógicamente, seguirán incidiendo sobre el comportamiento humano.  ¿O no?  Realmente son las ideas las que trazan ese camino fáctico que un día se decide seguir, corporizado sobre el mundo de las materializaciones.

¡Qué hay ideas completas (las realizadas), otras chuecas (las semirrealizadas) y otras incompletas (las imposibles)!  Nada más falso.  La idea es eso, el principio o proyección de algo; no más.   No se realizan porque se concreten sobre el espacio físico humano, sino por el simple hecho de existir mental e inicialmente (así sea durante el tiempo de un estallido fugaz), y por el magno efecto de, aun en tal estado, ejercer determinaciones sobre el destino de los hombres.  “En el principio era el verbo [...]”

Que sean chuecas o estúpidamente realizables, como un golem; preciosas y profundamente humanas, como propone, por ejemplo, el sistema socialista, con su ética y justicia; injustas e inhumanas, como las enarbola el sistema capitalista en uso; o completamente irrealizables, como cualquier utopía, es una elaboración de la divina creatividad humana.  Algo así como ideas de ideas.

 

III

Y así han vivido y viven los hombres, en medio de tales situaciones dígase inconclusas o realizables.  De hecho, ellos mismos se conciben a sí mismos como las mismas ideas:  triunfadores si se realizan, fracasados si no cristalizan; o sabios o trascendentales si se concretan; o soñadores o revolucionarios si cultivan aquellas ideas de concreción aparentemente imposibles.  Es asunto de perspectiva o cultura, de formación o decisión personal.

Sobre estos últimos especímenes (en realidad lo hacía sobre uno de sus personajes de ficción), decía Jorge Luis Borges que padecen de irrealidad.  No parece haber otro modo alterno de definir “soñador” o “iluso”.  Ser hortelano de cultivos que fácticamente no germinarán a la realidad es un oficio que demuestra dos cosas, por lo llano:  (1) el hombre es un ser de ideas (etéreo o mental), y estas per se pueden fundan cabalmente su realidad; (2) el mundo exterior, ese espacio donde toman concreción complementaria tantas ideas, podría hasta no ser necesario para la existencia del humano pensante.

Porque todas las ideas son siempre en un principio:  fundan mundos, vivifican, recrean, definen, independientemente de que tengan o no aplicación real.  Es lo que el hombre es, esencialmente.  La consideración sobre si las ideas son el producto de una experiencia fáctica es irrelevante para la apreciación del estado actual de humanidad; figura una discusión bizantina del tipo “¿quien fue primero, el huevo o la gallina?”, para utilizar uno de esos maravillosos lugares comunes que zanjan disquisiciones.  Ya se es humano y no importan para ello las causas (el gran enigma), y esto podría convenirse con algo de comodidad y no sin algo, también, de vergüenza.   Es un estado logrado (caso que se plantee la causalidad evolutiva), una marcha sin retorno.  La dotación en el hombre de una corteza cerebral, que le posibilita la imaginación del futuro como un espacio de proyección mental, es un plano para la existencia infinita con omisión ─si se quiere─ de la dimensión ambiental.

Dice Hermann Hesse, en Demian

Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse.

 

IV

Tomás Moro fue quien empezó a bautizar ese término llamado “utopía”, ese planteamiento de jugar con ambos planos, uno real y el otro probable o irrealizable, según su posibilidad materializable.  Con él podría haberse empezado a pensar en mundos paralelos, irreales, competidores con el real.

Pero es una necedad colocar así las cosas.  Es lo que dicen los manuales, los recortes, las historias o biografías.  El hombre es un ser birreal desde el mismo momento en que piensa; desde que fundó su primera ficción, soñada, hablada o escrita.  Desde que tiene la capacidad de inventar mundos paralelos al real que habita, sea de modo crítico, evasivo, consolador o artístico.

Las utopías son más viejas que Moro, y más, incluso, que los griegos mismos con su Platón y su República, y que el recuerdo inmemorial de una sistémica ciudad llamada Atlántida, que presuntamente existió realmente.  (¡Vea usted lo que se habla:  existe la Atlántida en la fuerza ideal del pensamiento, a pesar de no tener pruebas de su existencia física!  Existe la idea, pues; ergo la idea es, primordialmente).

Lo que pasa es que Moro acuñó la palabra de marras: utopía.  Y utopía es la posibilidad enhebrada y sistémica de la existencia de las ideas.

 

“morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas”

 

Desde entonces es utópico, por ejemplo, aspirar a que se concreten ideas que no sean realizables o toleradas en la práctica, en ese espacio exterior que se habita.  Como si ese ámbito, donde se virtualizan o repercuten los efectos ideales, privara sobre aquel otro donde se generan las ideas, la madre humanidad.  Algo así como que se entienda que los efectos son la madre de la causa y no a la inversa.

Y así, también, es utópico aspirar al mundo feliz porque instaurarlo, con su cargamento ético de paz y justicia, entraría en conflicto con la guerra e iniquidad efectivamente fundadas en el mundo de desarrollo fáctico de las ideas.

Ser cristiano (puro, primitivo), ecologista, socialista, etc., supone choques dimensionales entre lo ideal y lo práctico instituidos.

 

V

Pero cultivar utopías no te hace menos realista que quien se decanta por el materialismo existencial.  Se puede asertar con legitimidad que primero fue el verbo que la materia tanto como argumentar lo contrario.  ¡Epa, epa!  Si física y comprobatoriamente no tenemos a la Atlántida frente a nuestros ojos, ¿por que existe en la mente humana y por qué se habla de ella como de un sistema de ideas hecho carne y hueso, losa y concreto, oro, plata y mito?

Podría serse más lapidario con quienes detractan de las ideas arguyendo lo contrario:  por un momento imagínese que hay de hecho una ciudad en ruinas por allí, pero que nadie la recuerda ni visita, ni siquiera un pájaro; ¿podría alguien decir que es más real que la susodicha Atlántida, por ejemplo?  ¡Diga, pues, dónde está, hable de ella!  ¡Presente pruebas, en fin, no tanto ya de la fantasmagórica ciudad como de la condición sine qua non de la sustancia material!

 

VI

De forma que nadie ha de sentirse invisible o menos (es posible al imaginarlo), y menos avergonzarse, por militar en el mundo real de las ideas, esa madre parturienta de realidades.  Te empuja tanto una idea de esas llamadas utópicas como cualquier otra corporizada en una de esas formas que conocemos por fusil o bala, por ejemplo.  De otro modo:  morir por causa de un lanzazo, bala o idea es, finalmente, morir por lo único de que se muere en la vida:  por las ideas.

Un hombre en estado vegetal existe.  Tiene vida esencial, mental, inexpresiva a través del material del cuerpo.  Al menos podría así especularse con la fuerza del pensamiento, como se ha hecho siempre.  Pero no es tal la especulación.  ¿Pruebas?  Ya las hay.  Es noticia presente el hallazgo de científicos sobre la comunicación que vía eléctrica han sostenido con un paciente en semejante estado.  De manera que, más allá del acto de darle a la situación vida con la imaginación, hay existencial esencia de facto, comprobada materialmente.

Lo que ocurre es que el mundo sensitivo del material cuerpo humano ha impuesto su tangibilidad sobre lo etéreo, al grado tal que su condición ha hecho más real a los sentidos el efecto que la causa, como se ha dicho.  Es la historia humana y material hasta hoy, regido por las leyes efectistas de la materia.

Ya se dijo:  una idea corporizada materialmente no es más idea (ni más fuerte) que otra no concretada.  Apenas es más práctica.   A los hombres no los mueven sus pasos, sino sus pensamientos, hechos de ideas materializables e inmateriales.

Idea que no traspasa el umbral de lo mental hacia lo real material es categorizada como virtual, y así los hombres, idealistas todos (es ocioso ejemplificar).  Pero ser virtual encarna la condición de comulgar perennemente con la madre fuente de la humanidad (el lago ideario) sin el riesgo perverso del alejamiento y la desvirtuación de la realización materialista.

La estirpe, pues, del utópico, soñador o idealista es quien llama al hombre, magnamente, a mantenerse con los pies sobre la humanidad, sobre la idea, cosa que ha de ser muy distinto al hecho inveterado de mantener los pies sobre la tierra, como se dice.

Emanada de su originaria fuente, realizada en un acto concreto, aunque siempre sea idea, correrá siempre el riesgo de distanciarse del estanque primigenio con ínfulas de única realidad.  De tal suerte que jamás será menos auténtico y humano el ideario de una utopía que la encarnación de una construcción material.  No es casual que de mundo aquejando por tanto entuerto, como el presente (ojo, el pasado y futuro también existen), emerjan imperfecciones para su enderezamiento.  ¿Cuánto no pende sobre la necesidad cívica (ética) humana actual la tentación, por ejemplo, de las propuestas socialistas como correctivo al materialista caudal de sangre, sudor y lágrimas en el que se deshace la explotación del hombre por el hombre?

 

VII

De modo que, correctivamente, se desplaza este escrito a sus líneas primeras, a morder la cola de los principio.  La comodidad del habla y del irreflexivo mundo aparencial llevó a empezar el presente escrito con “¿Cuántas humanas ideas no pertenecen a lo imposible?”  Respóndese:  ¡ninguna!  Todas, hasta la más mínima o famélica, emergen como una realización per se, desde el mismo momento de su posibilidad existencial.   Constituirían las ideas la madre de lo creado, y lo que debería estar bajo discusión, sobre el enfoque de su plenitud aberrantemente imperfecta, es ese espacio (llamado mundo exterior sensible, realidad experiencial) donde los hombres convienen encarnarlas.

Como testimonio impuro, imperfecto y hasta “inhumano” (aunque no sea posible la inhumanidad, estrictamente razonando por aquello de que todo es relativo al hombre, en verso y reverso) de la concreción pragmática y perversa de la intelectualidad humana, considérese la esclavitud, probablemente el sistema de ideas de concreción humana más viejo, elaborado y perverso convenido para la explotación social, política y económica del hombre por el hombre con propósitos de poder.  Considérese en su doctrina, si se quiere, el capitalismo, ese marco jurisdiccional del poder de uno y la opresión del resto.  Y compárese, finalmente, con ese ideario humano que es su contra, que palpita aún en el vientre de los pensamientos irrealizados, pero que pugnan por hacer el milagro de fundar una real praxis con las bondades redentoras y purificantes del estanque originario.  ¡Considerad el poder balsámico de las ideas socialistas en contraposición al lastre que para la felicidad y realización humanas constituye el sistema neoliberal!  ¡Consideradlo aun así como actualmente palpita, en su plenitud mental, con apenas conatos de realización!  Su peso es innegable en la configuración de la humana esperanza contemporánea.

Mueve a los hombres, los compele al cambio, al correctivo sobre el campus vivencial donde lo ético y estético (fuerzas nativas) se han aberrado.   Y es porque las ideas son eso, una pulsión, una proyección esencial humana, un acto de creación puro que degenera en impurezas e imperfecciones cuando prende su alma en una materia.  Toda idea, pues, en su concepción, comportaría un súmmum de pureza de la condición humana, pervertido en su realización práctica.

Ya más arriba este texto aludió a la probabilidad ilusoria del mundo, mundo de imperfecciones. Para el caso, habría estado viviendo siempre el hombre de modo falso, inauténtico, más en el efecto que es su vida que en su condición matriz, es decir, su esencia.

I. El diccionario

La Real Academia Española define compasión como “Sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”.  Viene del latín cumpassio y éste a su vez del griego συμπάθεια, que incorpora la semántica “simpatía” (sympathia); es decir, es un término que comporta identificación, inclinación e, inclusive, amistad.

Lógicamente, el esfuerzo definidor de un diccionario no es capaz de abarcar las completas tonalidades de un término, en su historia y prehistoria etimológica, en su travesía semántica a lo largo del tiempo, muchos menos en su dimensión puramente humana, tanto menos si el semantema se hace centro de una elaborada disquisición filosófica.

Hay, naturalmente, un espectro semántico en torno de cada palabra, y en ésta destaca su definición académica de “sentimiento”, su carácter etimológico “simpático” hasta el grado de la “amistad” y, fundamentalmente, el carácter que posee para apuntar hacia un estado anímico y afectivo del ser humano.  Su definición es básicamente la de ser un sentimiento, así nomás, contenido entre las cuatro paredes de la corteza cerebral, un puro acto de identificarse con el dolor ajeno, sintiéndose una especie de empatía lúgubre (esta simpatía a la inversa) con situaciones penosas en otros humanos, sin que necesariamente el sujeto despliegue acción alguna hacia el objeto.

Pero ya se sabe que a lo largo de la historia este humilde sentimiento de la humana piedad se rebasa a sí mismo, incorpora todos sus posibles destellos semánticos en un discurso filosófico histórico, se hace historia misma, y tesis, antítesis y síntesis sobre la mesa de las doctrinas.

II. Prehistoria e historia

La compasión ha de ser un sentimiento muy viejo en el hombre como especie, aunque probablemente no tan viejo como para caracterizarlo en las épocas preliminares y remotas de la conformación de la especie.  Es decir, no cabe imaginar gran capacidad de compasión en sus ancestros evolutivos, como en Homo habilis, Homo erectus y en el mismo adyacente Homo sapiens neanderthalis.  La compasión, según definición, es un sentimiento y como tal implica un gradual proceso de afincamiento y elaboración a partir de emociones básicas como el miedo, el enojo, la alegría, la tristeza, entre otras.  Y en épocas tan lejanas de la especie humana, cuando el gen egoísta con toda seguridad imponía su imperio de la supervivencia, es plausible suponer que los “candidatos” a hombre no tendrían tiempo para albergar tan elaborados procesamientos, menos aun si detenerse a “identificarse” con el dolor ajeno podía acarrear la muerte propia.

La estampida y la huida eran el sino de tales épocas, y no parece descabellado aseverar que el ser compasivo entonces, más allá de comportar un estorbo para la supervivencia, habría sido al tiempo, dramática y contradictoriamente, la causa misma de la extinción de tales ensayos evolutivos.  Cuesta al entendimiento intercalar una noción tan elevadamente altruista en tiempos de la historia humana tan necesitadamente egoístas.

III. El hombre, animal de cultura

De modo que la compasión se retrata como un elaborado sentimiento, como se dijo, como un producto de cultura y raciocinio, cual el hombre mismo, único animal de cultura.  Porque el hombre no es más que el atesoramiento arduo, histórico y decantado de ese su almacén humano, la corteza cerebral.  Un súmmun de experiencias que a lo largo de milenios de continuo golpear piedra contra piedra, de huir y atacar, de ensayo y error incesantes, allanó el camino para concretar sobre la realidad empírica esa embrionaria, nebulosa y pulsante idea que debe privar como alma en todo ser vivo:  ser, existir, consolidadamente, valido de naturaleza y capacidades evolutivas propias.  Así, es un animal de aprendizajes, y es la especie que evolutivamente se defina en ser según su estado, dígase, de almacenamiento y ejercicio cerebrales.

Y el victorioso Homo sapiens sapiens lo habría logrado, más allá de la egoísta pulsión por la supervivencia, más allá de esa primera condición evolutiva reptiliana o segunda condición límbica, esta última donde precisamente se desarrollan los sentimientos.  Fue reptiliano, límbico y dotado con corteza cerebral también el Homo sapiens neanderthalis, sin duda; experimentaría variados sentimiento (entre ellos la compasión), nadie asevera lo contrario; pero, como se asomó arriba, la compasión de modo rudimentario, si es posible expresarlo así, por la traba sobrevivencial que comportaría su desarrollo pleno (una impresión).

Ello significa que la capacidad de compasión plena en el hombre (esa que mueve a la acción) es un estadío elaborado y tardío (incluso hoy encuentra discapacidades para su ejercicio) de la evolución humana que pareciera rebasar en mucho la simple condición de sentimiento.  Es un ir más allá de lo límbico, en su superior expresión.  Y no es imaginable su ejercicio pleno entre los hombre más primitivos por la imposibilidad de acompañamiento de otros parámetros de desarrollo propios de su ciclo de evolución neocortical.

Es decir, habría estado huérfana de altos valores del entendimiento humano como la razón, sin la cual el tal sentimiento pareciera no definirse más que como una impresión y, de hecho, pudiera no ser factible.  La razón es la facultad estandarte del ser humano, y es sobre su elevado trampolín como puede explicarse la ocurrencia de una elaboración tan desprendidamente altruista como la compasión.  Es como si el altruismo, con todos esos elevados valores que entraña, emergiera como una lógica y posible etapa de sucesión de preanimalescos períodos de egoísmo.

Cuando ese humano que hoy es el hombre consolida su supervivencia, dueño de las portentosas herramienta que lo hicieron posible, como el entendimiento, la capacidad de abstracción, el discernimiento de los planos temporales y el análisis; cuando siente seguridad de su especie y puede prescindir de lo gregario para sobrevivir, es entonces cuando puede romper filas hacia su individuación, pensar en el hecho milagroso de la vida desprendida, valorar lo que ancestralmente como especie conoce y fundar, consiguientemente, su cultura propia, luego transformándola en civilización en la medida en que se reconoce en ella como peculiaridad.

Es en este plano de la evolución y razón humanas cuando puede pensar en el otro como individuo y hacer el distingo de ponerse en el pellejo ajeno para experimentar a plenitud el sentimiento piadoso de la compasión.  Y, por supuesto, previamente, pensar en sí mismo, tener conciencia.  Como si se dijera, ahora que tales aperos del razonar humano no son esos estorbos emocionales de otras eras, el hombre se da el lujo de ejercer una alta cultura, acometer un acto que bien pudiera distinguirlo civilizatoriamente como compasivo o, por el contrario, cruel o indiferente.

Así, pues, el altruismo luce como un acto si se quiere electivo para la conciencia humana, de tardía evolución (ya se dijo) y alto desarrollo racional, por consiguiente con atisbos morales que buscan el bienestar del otro, pero con la presunción de que al así ejercerse el hombre jamás olvida su primera y necesaria condición gregaria y busca encontrarse y recordarse así mismo a través de la identificación.  Para el caso de la compasión, a través de la identificación con la pena ajena. 

Recapitulando:  la compasión es un sentimiento elevado (muy elaborado) sólo posible después del hecho temporal de la individuación, de la toma de conciencia del hombre, capaz de reconocer en el otro la probabilidad de la suerte propia, haciendo alusión a épocas primigenias grupales del ser humano histórico.  En el lenguaje simbólico, con lógica podría manejarse como una suerte de nostalgia que impele al ser humano con toda y su razón a integrarse con el magma primigenio de la vida.

IV. El hombre, animal político

Y así, una vez que el hombre se desprende de esa masa grupal evolutiva que, no obstante, lo posibilitó como individuo, y se hace cultura y civilización, y en toda civilización y religión empieza a ser tasado como supremo cuando la practica, la compasión se perfiló en el uso humano de la misma suerte como aconteció con su nacimiento fenomenológico:  una altura alcanzable a través del desarrollo de la conciencia individual, de madura reflexión del pensamiento, alcanzable cuando la humana razón discierne ecológicamente sobre el valor de la otredad entre los hombres y su medio.  Esto es, cuando el poderío de su pensamiento lo encamina a la comprensión de su fragilidad y soledad a pesar de haber logrado como género humano una situación supernumeraria, dejando atrás temores propios de la especie.

En efecto, el relativo acto de abandono de la condición gregaria, el desprendimiento del defensivo grupo de las primeras eras, la toma de conciencia individual, el ejercicio de la razón como cientificidad sobre su contexto psicofísico, condujeron al hombre a la fundación de sistemas y valores diametralmente opuestos a la semántica de la piedad.  La consecuencia directa de su desprendimiento del magma diríase cosmogónico fue la pérdida de su naturaleza mágica, ese maravilloso estrato de la psique humana que te pone a respirar en sistémica inconsciencia de armonía con el plano vivencial.  Llover, anochecer, cazar, aun matar a otro para sobrevivir, y sentir reverencial respeto por el acto, en modo alguno estaría implicando una elevación de pensamiento para apreciar el hecho, menos si de compasión o de sentimientos afines se trata, pero a no dudar sí que estaría preservando un ecológico estrato de reverencia por el valor de las cosas en conexión con la existencia propia.

La perdida de la magia, pues, parece un hecho inevitable de la individuación y toma de conciencia del hombre virtud a su capacidad de raciocinio, evento que, tanto peor, supone también un ejercicio a conciencia de actitudes como el egoísmo, mismas que en un principio fueron de carácter colectivo, plenamente naturales y necesarios para la sobrevivencia específica, por ende, hechos de espontaneidad e inconsciencia.  La grandiosidad de elaboraciones supremas como la compasión radicaría en que, encontrándose el hombre en medio de un estado de individualidad y enajenado de contextualidades mágicas, plenamente consciente, pueda incorporar a su vida valores y actitudes que lo pongan en situación de apreciar la otredad y su mundo circundante como si viviera en el mismo universo reverencial de las eras evolutivas fundacionales.

Pero el hombre se hizo político (ser de ciudades) y empezó a cultivar el arte del poder, correlativamente compensando su orfandad de lo mágico y simbólico institucionalizándolos en la religión, donde rendía la eventualidad de su desesperanza por causa de la dislocación o el desarraigo.  Se hizo jefe, déspota; se hizo dios, soberbio, dando plenitud a los períodos conocidos de florecimiento de los antivalores, propios del guerrear, como el odio y la crueldad.  Tal ha sido el sino de la historia humana hasta el día presente; tal, el precio de la tan presumida autonomía cosmogónica, por decirlo así, esto es, el hombre ególatramente hecho el cosmos mismo, microcosmos o universo autosuficiente, abandonado de los simbólico sagrado, de lo mágico poético, de los dioses y hasta de sí mismo en la medida en que avance a través de la historia su estado inauténtico.  Tal es, ergo, el precio de la soledad humana, y soledad pura según el bípedo presuntuoso se ensimisma en una indiferencia idolátrica.

No se dice que el hombre no albergue la compasión en su alma; de hecho, es el hombre una entidad susceptible de ejercitarla.  De suyo lo hace con frecuencia.  Lo que no se podrá decir jamás es que, así como la crueldad, el odio o la soberbia, han tenido períodos de florecimiento humano, lo haya tenido también la compasión humana; como tampoco se podrá asertar que ese humano presente que la pone en práctica lo haga mayormente de manera activa, es decir, más allá del solo acto de anidarla como sentimiento, sin de hecho cambiar la situación del objeto padeciente.

La incapacidad del hombre de condolerse activa y transformadoramente por su circunstancia (prójimo y medio circundante) es la seria secuela de tomarse a sí mismo como medio para el logro de desaforados propósitos.

V. La compasión como virtud balsámica

En semejante contexto de marginación y al mismo tiempo superlatividad de la compasión como atributo humano, no sorprende el advenimiento de Jesús de Nazaret al frente de una doctrina de altos y carísimos valores de humanidad que la instituyen como virtud estandarte a practicar, a rescatar, esto bajo la presunción de que alguna vez haya existido real y profusamente como haber precioso de la especie sapiencial. 

Y no sorprende precisamente por la situación histórica de contraste existente a suprimir o mitigar, como lo es la iniquidad entre los hombres, extremo a ser compelido por su contraparte, la compasión humana como expresión máxima del amor universal.  Como si se dijera, como se dice en coloquial, a grandes problemas, grandes soluciones; a borrascosas carencias, altas suplencias, corroborándose loablemente el perfil de humana superioridad y elevación atribuido a la virtud aquí tratada.

De hecho, Jesús se presentó ante la historia como el gran reformador, corrector de una humanidad precaria y pervertida, desarraigada no tanto de trazadas sendas ancestrales como de futuros destinos de redención de la condición humana.  Libraría al hombre del sufrimiento enseñándolo a compadecerse entre sí, como doctrina y praxis, y como requerimiento fundamental y transformador para acceder a su reino postrero.

Como muchos otros pensadores, Jesús de Nazaret es considerado una cumbre del pensamiento ascético; y como en todos los casos de combate contra el egoísmo e individualismo acendrados, su enseñanza entraña un grado de dificultad que prácticamente imposibilita su concreción.  Y es porque su mensaje, compasión comprehendida, apunta a la erradicación de fáciles espontaneidades de la naturaleza humana enquistadas desde lejanas etapas evolutivas.  Entiéndase el egoísmo, la crueldad, el odio, el homicidio, el belicismo, etc.  Naturalmente el hombre se atropella por expresarse a través de tales dominancias que palpitan, puede decirse, a flor de piel; y difícilmente se decantaría por esas opciones recesivas, de problemática naturalidad, como generosidad y la compasión.  Está más en la carne y el instinto animal correr para salvar la vida que arriesgarla para salvar a otro en nombre de una espiritualidad incorporada a la humanidad mediante un férreo aprendizaje.

Como si el gran problema en la evolución para el ser humano deseada (¿no son las altas ideas un bien deseado?) fuese su condición animal, su instintualidad, su adrenalina y demás parafernalia cárnica, objeciones finales de desarrollo para esa suerte de salto planteado hacia otras fronteras como especie, caracterizada por parámetros de ardua elaboración mental y civilizatoria.

Como si la propuesta cristiana fuese cambiar al hombre de especie, o al menos hacerle comprender el potencial que alberga para animarlo a dar los pasos primeros con sus respectivas y consecuentes transmutaciones.   Que el hombre mute su prevalencia animal por otra más mental, elaboradamente cultural, de constitución marcadamente espiritual, donde sea su dote evolutiva (la razón y los pensamientos) la que rija sobre la vieja complexión animal y no a la inversa.  No de otro modo podría hacer gala como especie transmutada desde su animalidad, aunque esta tesis en extremo pueda chocar con problemas conceptuales tales como imaginar a un ser humano, probablemente en esencia, prescindiendo del todo de su marco corporal y, aun así, existiendo.  No obstante, tal no es objeción en el contexto de otras culturas, como las orientales, donde lógicamente el cuerpo material sigue siendo el mismo pero no así esa persona facultativa del pensar, esencia anímica final capaz de la desindividuación, la abstracción, la evasión o transmutante descorporización.

Mucho de simbólico hay en el advenimiento de Jesucristo cuando propone al nuevo hombre, ser de amor y compasión, en contraposición al primitivo que habita el Viejo Testamento, ser normativamente animalado para la supervivencia tribal, severo y cruel inclusive en la expresión de su divinidad misma, Yavé, quien incurre en aleccionadoras mortandades para procurar el sagrado respeto debido a su investidura.  La brutalidad del “ojo por ojo y diente por diente”, cara animalesca de la moneda, de la especie superada, podría decirse, de pronto se trocaba en la otra, cara civilizada de la misma moneda, más desapegada de la bestialidad, mucho más capaz del sacrificio humano propio en aras de la comprensión y compasión por el otro. 

El hombre, capaz de compasión, expresión tan alejada de la bestialidad primera, es susceptible de la adopción de otra forma de humanidad, infinitamente más elaborable y elaborada.  Pudiérase decir:  con la nueva forma o especie, en correspondencia consecuente con otros contextos donde podrían exigirse inusitadas potencialidades (el nuevo humanismo en el hombre).

VL La compasión y el hombre como especie nueva

En un principio, como cabe suponer, no había la moral.  La cosa era y ya, en inconsciencia e inocencia.  Esto es, el mundo, su vida, vida vegetal, la vida animal.  Es decir, no existía el discernimiento ni del mal ni del bien.

Cuando el animal humano crece, asegura su preeminencia especifica, deja de vivir enhebrado en el grupo, comprende que el egoísmo es una fuerza que ya no es tan necesaria para la supervivencia, adquiere razón, conciencia de sí, se individua, empieza a comprehender al otro y su medio circundante, empieza a reflexionar sobre el pasado, presente y futuro, a cultivar su cultura y construir su propia civilización, a juzgar su propia naturaleza, ora homicida, ora bélica, ora cruel, ora piadosa, es cuando entonces se ha hecho una criatura con capacidades morales.

Es entonces, cuando el hombre se hace ético, luego de un largo camino, y empieza a cultivar valores más elaborados como el de la piedad y la consideración del otro.  De modo que la compasión es una construcción elevada de la capacidad humana de discernir y juzgar su condición propia.  La compasión, aquel atisbo de suprahumanidad que en un principio de la historia visceral, con toda seguridad, constituía un estorbo.

Y puede decirse más:  cuando el hombre comienza a juzgarse, a sentenciarse a sí mismo, a coartarse en ciertas acciones para no afectar su entorno, a ser moral, en fin, dando cabida a la presencia existencial del otro, es porque significativamente está dando indicios de que ya no es o puede dejar de ser lo que inveteradamente ha sido desde su prehistoria visceral, una figura principalmente “animal” regida por el egoísmo y el instinto.  Su nueva capacidad ética, que le permite pensar en el otro, le anuncia, potencialmente, su capacidad de transformación, de mutación o, para decirlo de una vez, de cambio de especie.  Por ello el discurso cristiano y de tantas otras doctrinas de la espiritualidad que saben, a ciencia cierta, de las capacidades transformadoras y hasta transmutante del animal humano en hombre de un hombre nuevo.

Y por ello es que nociones tan cultivadas como la que ocupa estas líneas pertenecen a la cumbre del pensamiento humano, de ese humano viejo que a veces ni sospecha que soterra potencialidades del hombre nuevo.  Para llegar al hombre nuevo se requiere, simple pero difícilmente ─y valga el contrasentido─, centrarse en el flamante atributo con que la historia natural lo distinguió:  su intelecto, su raciocinio, su capacidad de introspección, su facultad de juicio y de poder pensar en sí mismo, en los demás y en su entorno, su capacidad de cambio, de abandono pretérito y de proyección temporal.   Pero tal, precisamente ha sido la lucha ontológica:  al animal humano, seguramente por la gran demarcación que implica su complexión biológica, no le resulta fácil desprenderse de su naturaleza carnal, se visceral egoísmo, de su espontaneidad tan telúrica; tanto es así, que la lógica natural pareciera a veces resentirse por anidar en su corteza cerebral un material pensante que eventualmente pareciera apuntarlo y señalarlo para erradicación.  Es, en fin, el eterno dualismo de la carne confrontada con el pensamiento.

No se dice, por cierto, que el hombre tenga que aspirar a una pura realidad mental, prescindiendo del cuerpo, ahora que se ensalza como ser pensante, esa su condición sine qua non existencial; no se dice, en este apuntar hacia el idealismo que el mundo práctico (el cuerpo, su egoísmo natural) ahora exista o que, in extremis, ahora sólo sea un reflejo de la nueva capacidad pensante por el hombre adquirida; no se dice que hombre pueda vivir en supresión de su cuerpo, flotante, etéreo...; pero ¡cuánto influye y coarta el cuerpo con sus nativas abluciones la corriente transformadora del pensamiento!

Y tal es el caso.  Para los efectos del nuevo hombre, ése propuesto por Jesucristo, por ejemplo, el egoísmo y toda la naturaleza biológica decantada en animalidad, constituyen piedras de tranca hacia la transformación.  El nuevo hombre postulado por la evolución, aquel que puede parecer coartado por su mismo marco animal para alcanzar las nuevas cumbres que le ofrece su intelectualidad, es precisamente aquel que sortea su propia naturaleza visceral, la racionaliza, se equilibra con ella, la trasciende, sujeta o domeña, como si domara una vieja especie animal que lo comporta, para finalmente alcanzar la cima.    En la cumbre está, lógicamente, el nuevo hombre y su tan alto nuevo atributo, la compasión, sólo alcanzable bajo los efectos de las transformaciones.  Tal ha sido la perla, el secreto brillante de toda portentosa doctrina que históricamente ha propuesto un nuevo humanismo, seguramente cansada, viciada ya de tanta lógica natural o racional en la historia del hombre.  El hombre nuevo no es el racional, el que ha dejado o domeña su animalidad, el que se sabe individual y hasta divino, sino el que se hace universal, sencillo y humilde, extendiendo su alcance conciencial hasta otros, como si se integrara a un novedoso magma de la condición humana, donde el todo está presente, a conciencia, en ideas, bajo la alta capacidad de condolencia, sin prescindir del viejo magma orgánico de la primera naturaleza humana no obstante su animal egoísmo.

VII. Arthur Schopenhauer y el nuevo hombre sensible

Dice Arthur Schopenhauer (Danzin, 1788-1860) que tres son los instintos básicos generadores de acciones humanas; a saber, el egoísmo, la maldad y la compasión.

Se ha hablado ya del egoísmo como agente caracterizador de fases primeras de la evolución animal humana, pero aún hoy prendido en el alma del hombre como si todavía viviese en la jungla; y así como del altruismo, la compasión, se ha dicho que son cultísimo o civilizados actos de toma de conciencia hacia la comprensión del otro, de algún modo también se ha significado que la maldad podría denominarse como el acto de hacer consciente el egoísmo para no darle cabida a lo ajeno y, de ser posible, erradicarlo.  Arriba se dijo que estos sentires han marcado históricamente a la humanidad en períodos de su plenitud.

Ambos, egoísmo y maldad, son motores fáciles de la espontaneidad natural, muy a flor de piel para la opción humana incluso en el plano de las decisiones morales.  La maldad, al hacer consciente la praxis del egoísmo, se contagia de ese su primer facilismo natural, teniéndose que éticamente el hombre sea más proclive a las acciones de esta suerte que las altruistas.

Como se dijo, el altruismo es una elaboración, una altura del nuevo formato de humanidad, específicamente en su expresión compasiva; pero también la maldad implica una toma de conciencia, requiere del hombre pensante para ser ejecutada.   Sólo que, a diferencia de la maldad, la bondad, las ideas altruistas, la cara compasión, no poseen ese don de la espontaneidad y facilismo que ofrece la naturaleza.  Lo dejamos sentado:  son una graduación, una cultura, una toma de conciencia, una reflexión, y constituyen esa cima reto a ser alcanzada por la nueva humanidad.

De modo que la compasión, como lo dice el filósofo, es quien está llamada a contrarrestar a las dos primeras para erradicar el perenne sufrimiento en el hombre, ese que se ha hecho plenitud a lo largo de las eras.   Y es cosa cuesta arriba el tal propósito, por todo lo dicho anteriormente:  el nuevo ser supone el desarrollo de su flamante naturaleza, esto es, la espiritualidad, su idealismo, apartados no tan favorecidos por la voluntad humana a la hora de escoger.  Se escoge más lo que está a la mano, como se ha reiterado, lo que está palpitando sobre la piel del organismo animal con su historia natural.  De modo que es el egoísmo, la maldad y su secuela de sufrimiento humano, los hitos a trascender.

Dice Schopenhauer que impera en los seres vivos la voluntad de vivir, probablemente como carga o trasunto de viejas condiciones animales, como instinto, en proyección rectilínea; y que tal peculiaridad lo que ha traído es pesar al hombre.  La voluntad es una ceguera, un mandato esencial, emparentado con el instinto (voluntad de vivir, la vida), que proclama a diario querer seguir siendo esa parte animal de las primeras fases evolutivas de la historia humana; y lo hace sobre y a partir de su pilar biológico, sobre la carne y sangre que la albergan, y sobre la novedosa condición adquirida por el humano, esa que dijo que alguna vez podría aspirar a la supresión de lo orgánico y seguir existiendo, esa que plantea el conflicto consabido entre lo carnal y lo espiritual.

Pero como se ve, no hay escapatoria.  El hombre es una realidad carnal, orgánica, regido primordialmente por esa voluntad también primordial, aflorado básicamente por los ya mencionados instintos de la destrucción:  el egoísmo, la maldad.  Por ello Schopenhauer arguye que todo lo que hay en el hombre es sufrimiento en tanto es figura fundamentalmente regida por la inevitable animalidad.  Tanto es así que proclama que no existe la alegría ni la felicidad en el hombre, sino la ausencia de sufrimiento.

Hay, por supuesto, el nuevo hombre inoculado en el viejo, el evolucionado, el mutado hacia una forma de vida que parece imposible en tanto se soporte sobre un conflictivo organismo, que le acarreara siempre una historia natural del dolor.  Lo hay; lo notamos a diario cuando las pulsiones humanas ponen en conflicto al pensamiento con el impulso orgánico.  Y ese hombre nuevo es, pues, para decirlo finalmente, esa criatura mental susceptible de llevar a la práctica el carísimo ideal de la compasión humana.

¿No dijimos ya que el animal humano se hacía especie nueva cuando cobraba conciencia de sí y del otro, cuando se escindía de algún modo para identificarse en el otro, mediante la compasión, por ejemplo?  ¿No decíamos que la compasión es un altísimo valor altruista elaborado por la evolución mental humana, de no tan fácil pragmatismo como el egoísmo o la maldad?  Tal es el reto:  la preeminencia de lo nuevo no sólo sobre lo viejo, sino dentro.

Se dice que Schopenhauer promulga una filosofía panteísta al proclamar una identificación entre el Creador y lo creador.  Y tal es el hecho:  la naturaleza misma es la divinidad (en el sentido evolucionista tratado acá), y el hombre, hombre nuevo, siempre será esa figura que jamás podrá sustraerse de su condición orgánica natural.  De forma que queda lo que hay:  un ser mental conciliando con su dual naturaleza, comprendiendo el conflicto, prisionero de su genética, soñador evasivo, bregando entre el sufrimiento humano inevitable para sofocarlo mediante el alto valor de su potencial nueva forma de existencia:  la compasiva.

I

En al aforismo 68, de su Novum Organum, dice Francis Bacon:

conviene por formal y firme resolución, proscribirlos todos [a los ídolos del prejuicio], y libertar y purgar definitivamente de ellos al espíritu humano, de tal suerte que no haya otro acceso al reino del hombre, que está fundado en las ciencias, como no lo hay al reino de los cielos, en el cual nadie es dado entrar sino en figura de niño.¹

Al respecto comenta el profesor Ignacio Burk:

El pensamiento de Bacon es en amplia medida utópico.  Su sueño de una humanidad libre y feliz por obra y gracia de la ciencia, sigue siendo sueño.  Hoy sabemos que una vida estrictamente científica es imposible.  Más importante que el saber científico, es saber qué hacer con la ciencia.  Y esto no es un problema científico, sino humano.  La solución que se le dé, no podrá ser tecnológica.  Dependerá fundamentalmente del grado de sabiduría y de la calidad moral del hombre y de su sociedad planetaria.  Las perspectivas del futuro de nuestra vida, dominada por la ciencia y sus aplicaciones técnicas, son oscuras; entusiasman y atemorizan a la vez.²

II

Dos aspectos quedan sobre la mesa.  El primero, expuesto por el comentado, es el asunto de las actitudes humanas que propicien el hallazgo del conocimiento; y el segundo, del comentarista, es el cientificismo, derivado del primero.

Como Jesús de Nazaret para ilustrar la condición del alma humana requerida para “entrar al reino de los cielos”, no vacila tampoco Bacon echar mano de la imagen del niño para apoyar su punto de la necesidad de desprejuciarse para acceder al reino de los hombres, que es el de la ciencia, según afirma.

De manera que el conjunto metafórico no deja de ser atrayente por su doble connotación:  el ser “niño”, por un lado, despojado de malicia, para después merecer ser el mayor receptor de la verdad divina; y, por otro lado, el ser el mismo niño pero sin ningún atisbo de prejuicios tergiversadores de la razón para acceder consecuente a la verdad científica.

Región divina por lado y región humana por el otro; fe y pureza para uno, ciencia y precisión para el otro.

 

III

La comparación es, sin duda, poderosa.  Compara tiempos, actitudes humanas y cambios históricos, más allá del simple hecho de la conexión metafórica.

Inauguró Jesús de Nazaret una era de revolución con su propuesta de que el hombre ame al prójimo como a sí mismo en medio de una humanidad exponencialmente egoísta, centrada en la guerra, el poder y la lujuria, sin conciencia conceptuada del amor.  Hizo el amor, en el plano de los sentimientos y la esperanza, su trabajo balsámico de rescatar a millones sumidos en el olvido y la condena para aproximarlos a una salvación inusitada, haciéndolos transitar el camino de la verdad y fe divinas.  Por primera vez el amor se hacia conciecia y ser de cultura.

Bacon, por su lado terrenal, protagonizó un cambio de época, de mundo, de paradigma, y a su manera inauguró una posteridad también.  En su opinión, su tiempo era el “anciano del mundo” y no los llamados “tiempos antiguos”.³  En consecuencia, se sentía partícipe de una época rica en observaciones y experiencias (ya se contaba con la pólvora, la imprenta y las propuestas de Copérnico y Galileo sobre la farsa del mundo geocéntrico), momento del espíritu calificado ─se dirá─ para desmontar la prédica del pensamiento dominante de entonces, a saber, el aristotelismo, sistema filosófico antiguo que daba mucho crédito al testimonio de los sentidos, en especial al del ojo humano, y dogmáticamente centraba los pilares de sus postulados bajo la fuerza de la autoridad.

Centra sus reflexiones, en consecuencia, sobre la verdad, como a su manera lo hiciera el nazareno.  ¿Qué es la verdad?  En mundo había vivido bajo el engaño, bajo una dictadura impuesta desde los clásicos, cerrada hacia el camino de la certeza.  Precisado estaba de un cambio de timón que empezaba por borrar eso de que hombre y sus sentidos eran la medida de las cosas, caldo histórico de cultivo del yerro humano.  No razonaba con pureza el hombre para atisbar la verdad de las cosas, por un lado, y la autoridad escolástica de la época, por el otro, ejercía un verdadero imperio sobre los ingenios y pretensiones de ver más allá de la nariz convencional.  Un ciclo cerrado para el error.

Así propone una introspección del pensamiento humano para depurar del yerro la capacidad del juicio del hombre (sus famosos ídolos del prejuicio) y desarrolla una propuesta de ciencia basada en la observación y el uso de instrumentos y métodos auxiliares allí donde la cortedad de los sentidos humanos no eran suficientes para acceder a la verdad.  En otros palabras, un sistema (método ya en Descartes, más adelante) para procurar la verdad, empírico él (Bacon es considerado el padre del empirismo), con los pies sobre la tierra y los nuevos tiempos, y alejado de aquellos cimientos etéreos procedentes de épocas ingenuas de la historia del pensamiento.

Hacerse niño para acceder al mundo de los hombres, que es el de la ciencia, y poder participar de la verdad con precisión en virtud de un juicio límpidamente guiado (sin prejuicios) y apoyado en un método, encuentra empuje argumental en la explicación de uno de sus ídolos, el de las cavernas:  el hombre, de niño, viene pergeñado hacia el error por la educación que recibe, por la influencia de quienes ejercen autoridad sobre su persona y por el trato ordinario con otros, lo cual lo conduce hacia una noción de cotidiana normalidad que eventualmente teñiría la diafanidad de su percepción y juicio posteriores.

De modo que se precisa la revisión y, dado el caso, el desmontaje de las nociones que pudieran conllevar a errar el camino hacia la verdad entre los hombres, esto es, el hecho científico.  Ahora había que mirar con ciencia, con método, con sistema, y para ello había que desenredarse de lo aprendido que no sirviera al propósito de tan terrenal y flamante religión entre los hombres.

 

IV

Tal cientificismo propuesto por Bacon, ese método que se basa en la observación y en el preciso guiar del razonamiento para llegar a la verdad del objeto estudiado, ejerció su peso histórico en el nacimiento de la ciencia que conocemos.  No existe noción de método científico (medición y empirismo) que no reconozca a Bacon como uno de sus progenitores, al menos en su expresión precursora dado que el método de hacer hacer ciencia hoy es otra cosa.  Fue el legado de posteridad de este pensador en su tiempo.

Mas como otros tantos pensadores que concibieron doctrinas, recetas o modos de vidas para lo humano (irónicamente como el mismo aristotelismo contra el cual se revolucionaba), Bacon navegó en lo utópico.  ¡Pero es el hombre el molde imperfecto que no se presta para el calado probablemente perfeccionista de las doctrinas:  materia inasible eterna, corriente informe de una espiritualidad sin fronteras!

 

V

Aquello de derivar conocimiento y conceptuaciones de la naturaleza observada y medida puede que en su tiempo constituyó una propuesta de desmontaje de un pensamiento sistematizado sobre la autoridad y la percepción ingenua; pero de allí a que pueda normar el indomable modo de vivir y de pensar de los seres humanos (especie reacia a lo eterno, al encasillamientos), parece mediar un trecho inconcebible.  Pero probablemente no sea Bacon y su utópico cientificismo la imperfeccion, como dijimos,  sino el hombre, el majadero hombre...

No obstante el espectacular influjo de la ciencia en nuestras vidas, especialmente hoy, era de la información, sociedad postindustrial, y no obstante el constante flujo y reflujo de utopías futuristas, el hombre lejos está de concebirse como una máquina, máquina robótica como las de hoy.  Ni siquiera en el caso de la cibernética, que concilia al tejido vivo (pensante o palpitante) con la máquina locomotora, se puede concebir que el majadero pierda ese espíritu de la duda y de la tentación que lo hará acariciar para siempre lo que se suponga más allá de los límites.  Porque tal pareciera su definición y tendencia:  el infinito y la imprecisión; y tal noción pareciera corroborarse en época tan científica y precisa como la de hoy cuando, a pesar de los caminos explorados, el majadero sigue mirando más allá y tentando el infinito, preguntándose lo de siempre:  ¿qué somos?, ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos?   Cómo si no hubiésemos llegado a un punto que se pueda considerar un límite.

El alma humana es una sed que no se sacia.

 

Notas:

¹  Francis Bacon:  Novum Organum [en línea]. – [S.P.I.]. - Libro primero, Aforismo 68. http://paranalisis.blogspot.com/2012/08/francis-bacon-novum-organum.html.  [Consulta: 4 sep 2012].
²  Ignacio Burk:  Filosofía:  Una introducción actualizada / Pedro Luis Díaz García y Luis Felipe Quintanilla Ponce (Col). – Caracas:  Insula [impreso por Grafarte para Vzla], 1984 [tomado de la Cub.]. – p. 10.
³  Bacon:  Novum... - Aforismo 84.

Descartes y el statu quo

“Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas”
René Descartes.

No obstante René Descartes (1596-650) ser considerado el padre de la filosofía moderna, así como de la ciencia, entre otras denominaciones ya geométricas y matemáticas, es, de modo inevitable, como cualquiera que respirase los vahos de la dictadura aristotélica del momento, un espíritu antiguo.  Dijo alguien, cuyo nombre escapa a estas líneas, que en cada uno de nosotros anima un antiguo.

Probablemente, de la familia de los filósofos, ronde Sócrates los contornos cartesianos, o viceversa.  No es materia aquí su comparación, pero no es posible evitar durante la lectura de sus escritos, en especial el Discurso del Método, la evocación de esa sombra socrática que marcha en pos del cumplimiento de su oráculo, ese mismo que le dictaminó que era el hombre más sabio entre los hombres de su tiempo.  Descartes, por su lado, es una pila de académica humildad (si ese contrasentido es posible) y anda deteniéndose a cada trecho para ofrecer disculpas por los vanidosos o petulantes perfiles que sus palabras puedan ofrecer; pero, como en Sócrates, que humildemente buscaba el conocimiento de su nimiedad personal (comprobar que no era el hombre más sabio) y la misión misma lo revestía de inexorable grandeza, en Descarte no ocurría menos cuando declaraba que le “embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia” (1).

Una declaración, sin duda, de grandeza a la inversa, si es posible expresarlo así, tal cual como en Sócrates.  Mientras el viejo buscaba a alguien más sabio que él, descubría un mundo nutrido de ignorancia y consecuentemente se corroboraba a sí mismo como el más sabio de los hombres; así en el nuevo, en Descartes, mientras se declaraba ignorante a la par que errado, proponía un método que garantizaba el hallazgo de la verdad y la corrección de mundo tan desviado. Y nadie mejor que él mismo, como lo declara hacia el final de su escrito, para ejercerlo (que otros no lo ejecutarían tan bien como él, que lo concibió), de paso, método de su pura invención, como no vacila en aclararlo; y método necesario en época donde prevalecía una filosofía vulgar y autoritaria por encima de los balbucientes cimientos de una más cierta, la cual se proponía establecer.

Descartes es un hombre del Renacimiento (su primer filósofo, además) y hay, de hecho, problemas epistemológico para entroncarlo con la filosofía precedente, como afirma Manuel García Morente; cita este autor a Hamelin:  “parece venir inmediatamente después de los antiguos” (2).  Lo cual nos arroja a la situación ensayada al principio de este escrito de conectarlo directamente con Sócrates como presencia antigua, incluso a despecho de ser el filósofo renacentista uno de los precursores de la modernidad, nueva era que, por cierto, comporta una actitud de ruptura con los valores cuasiingénuos de la antigüedad.

Por supuesto, la comparación es sólo formal y conducente, en nuestro caso, a la reflexión procurada sobre el respeto de Descartes por lo establecido.  Ambos se enfocan sobre la mecánica del razonamiento, el primero como atornillándola severamente hacia una dialéctica que no cesó de granjearle enemistades (no es tarea precisamente amable esa de andar demostrándole a la gente que es ignorante); el segundo, por el contrario, desatornillando el armazón del pasado, construido por los antiguos sobre base de la autoridad (Platón, Aristóteles, Ptolomeo) y la apreciación errónea de los sentidos. Eso de que el hombre era la medida…, ¡umm!, ya como que no era suficiente.

Buscar la verdad, en uno, como construir una nueva ciencia que también la encontrase, en el otro, separados por veinte siglos, los condujo al mismo apartadero:  tener conflictos con los poderes políticos y religiosos del momento, el uno abiertamente y el otro soterradamente.  Ya se sabe:  Sócrates fue condenado a muerte no tanto por afirmar que oía la voz de un pequeño dios que lo inspiraba, ofendiendo así a los dioses mayores y pervirtiendo a los jóvenes, como por aporrear la egolatría de unas cuantas personalidades de su época.  Los hombres, en el fondo, matan por vanidad y utilizan las leyes para ello.

En cambio Descartes fue un filósofo más cauteloso y críptico, a pesar de que también cultivó su “genio maligno”.  Su conflicto con los poderes fue interno, calculado, acallado y maniatado.  No obstante proponer esencialmente con sus escritos el inicio de una nueva era del pensamiento que echaba en el cesto la sacra autoridad de los ídolos oficiales, Descartes mantuvo el cuido de ser o parecer conciliador.  Al respecto, algunos hasta alegan que, como hombre de geometría y de matemáticas que era, escribió sus textos manejándose en claves.

Lo cierto es que el francés apreciaba en grado sumo el tiempo y temía malgastarlo en las diatribas y defensas a las que podían conducirle la expresión francamente opositora o desafiante de sus ideas.  Por ello respeta la autoridad y la institucionalidad de su época.  Necesitaba terminar su obra y en aras de ello, sincera o hipócritamente en un filósofo que comportaba la demolición de lo establecido, se dedicó a lo largo de sus escritos a exorcizar el eventual conflicto entre el stablishment y sus ideas.

Fresca estaba la abjuración de Galileo Galilei para salvar su pellejo, en 1633, y, un poco más atrás, la quema de Giordano Bruno vivo, en 1600.  Y más allá, antes de su propio nacimiento, rondaba también el recuerdo de la vida de Nicolás Copérnico, quien vivió siempre tembloroso con el fajo de su De revolutionibus orbium coelestium debajo del brazo, finalmente publicado en 1543, año en que muere.  Menciónese que, a modo de endulzamiento para con la autoridad por causa del calibre de lo desarrollado en el texto, Copérnico dedica una larguísima introducción al Papa Pablo III, aduciéndole que se justificara la obra como un aporte al acuerdo entre los hombres respecto de los movimientos planetarios y como una herramienta de mayor exactitud predictiva para Iglesia en su busca de un calendario más exacto.

De hecho, lo sucedido con Galileo lo llevó a desistir de su plan de publicar El Mundo, o tratado de la luz, para no ir sembrando vientos de tormentas sobre un terreno que aún esperaba lo mejor de sus obras.  El tal tratado versaba sobre física, medicina y consideraciones sobre el alma y la vida animal.  Esboza sus razones Descartes en su sexta parte del Discurso:  “supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física”; y más adelante:  “nada había notado en ella, antes de verla así censurada [la opinión], que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado” (3).

De forma que pareciera que la pequeña astucia de Copérnico de halagar a la autoridad para hacer pasar sus hallazgos (no digamos ya el abierto reto de Sócrates) fue redimensionado de modo supremo por Descartes cuando centra su indagación sobre Dios, el hombre y su naturaleza y verdad, en sus Meditaciones, 1641, especialmente por abundar sobre su perfección.  Su discurso sobre la ciencia errónea y el yerro humano parte del presupuesto inobjetable de la perfección divina, inmutable e independiente.  El error es susceptible de cabalgar sobre aquello que es materia dependiente de otra y no se ofrece simplemente con todo su ser y evidencia a la percepción humana, requiriéndose para su final develación el apoyo de herramientas y el amparo de un método en la guía de los razonamientos.

Pero más allá de los tan refinados cuidos del filósofo respecto a no agraviar personas o instituciones de su tiempo (o “grandes verdades”), para comprender su determinación de “Respetar las instituciones existentes, mientras no sea posible sustituirlas por otras mejores y más sólidamente fundadas” es necesario estar al tanto de su plan epistemológico explicado en la parte tercera del Discurso.

En el escrito, que divide en seis partes, dedicando la primera al tema de las ciencias, la segunda a explicar propiamente su método para guiar a la razón en la busca de la verdad científica, la tercera sobre algunas reglas morales que se propone seguir mientras implementa su método, la cuarta a Dios y el alma humana, la quinta a la física y la sexta a la naturaleza y a desarrollar algunos consejos para investigarla; Descartes nos dice que se hace de una “moral provisional” para afrontar la tarea propuesta, que, como clásicamente sabemos, es la deconstrucción del todo el bagaje recibido durante sus años de aprendizaje, con seguridad plagado de errores y falsas apreciaciones de los sentidos (esto confesado a pesar del mismo aprecio que profesa por su educación, de la cual se enorgullece, y de su no ocultada admiración por los maestros del pasado).

Y la parte de esa moral para soportarlo en esa especie de borrón y cuenta nueva del conocimiento que emprende con sus razonamientos, es la explicada en la tercera:

seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir (4)

Allí notamos que el tal “cuido”, que mal o bien podríamos pasar como miedo o cobardía, se sujeta a los criterios de moderación y sensatez, a los usos políticos y sociales de la época y se elabora sobre un reconocimiento final de conciliación con aquellos con quienes necesariamente tendría que convivir en su país.

La razón, por debajo de ese cariz circunspecto:  para Descartes lo real es lo simple y evidente al entendimiento (porque es sustancia esencial que no depende e otra para comprenderse), lo cual es base de su filosofía de exploración cognitiva y ontológica.  Si algo se puede decir con seguridad del hombre es que es una substancia que piensa (cogito ergo sum), con facultad para razonar, y ello, para Descartes, constituye una evidencia de realidad del mismo que los usos y costumbres de los países configuran los efectos indubitables de un modo relativo cultural de ser.

Su condición de viajero y observador parece haber influido en el asentamiento de este criterio de relatividad, y tal criterio cordial, por donde se vea, parece penetrar su obra siempre para conciliar, para, de algún modo, amansar el contenido subversivo de sus planteamientos.

Finalmente, hay que decir que, no obstante sus cuidos y alegatos despistadores de los juicios autoritarios de la época, sus ideas fueron proscritas luego de su muerte.  El ser cartesiano fue durante un tiempo un delito.

 

Notas:

(1)  René Descartes. Discurso del Método [en línea]. Pról. Manuel García Morente. [S.P.I.]. [Pantalla 35, 1º parte]. http://docuapoyo.blogspot.com/2012/08/rene-descartes-discurso-del-metodo.html. [Consulta: 27 ago 2012].
(2)  O. Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911. Citado por Manuel García Morente en Op. Cit. (en su Pról.]. [Pantalla 14].
(3) Ibídem, [pantalla 94].
(4) Ibídem, [pantalla 53].

“Alguien ha dicho que los sentidos son los maestros primarios de la humanidad.  Nos enseñan las primeras letras:  un sinfín de cosas útiles, pero también una buena porción de falsedades.  La cosmología de Aristóteles fue falsa porque daba demasiado crédito a los ojos.  El científico les tiene una cierta desconfianza a los sentidos:  a ojos y oídos”
Ignacio Burk.

I. Pintorequismo idealista

La historia del mundo antiguo está llena de graciosas o grotescas anécdotas sobre filósofos.  Rápido viene a la mente aquel impresionante señor sofista que se paraba en la plaza pública y ante un auditorio por fuerza culto ─el griego─ demostraba cómo una tortuga le ganaba una carrera a Aquiles, el de los pies ligeros.

O esta otra, que calza al pelo con nuestro tema:  que Demócrito se arrancó los ojos para impedir que las impresiones del mundo exterior interfiriesen en sus meditaciones.

Y así muchas otras que ponen ante nuestros ojos a unos griegos entusiastas y capaces de todo por conservar la mecánica de su razonamiento lógico.

Demócrito tuvo como discípulo a Protágoras, el famoso creador de la frase “El hombre es la media de las cosas”, de gran controversia interpretativa hasta hoy; y tuvo como maestro a Leucipo de Mileto, fundador de la teoría atomista, aunque para muchos estudiosos no existió más que como un ardid-invención de Demócrito para sustentar sus afirmaciones.

Demócrito es considerado por muchos el padre de la ciencia moderna por aquella propuesta suya de desterrar a la magia en la explicación de los fenómenos físicos:  sentir el contacto de un cuerpo sobre la mano, por ejemplo, no tiene su causa en la presencia de un dios de la materia en las cosas, sino en un proceso puramente físico y mecánico.  Más allá, incluso, postula que la visión es posible a la emisión de partículas de los cuerpos, teoría corpuscular desarrollada siglos después por Newton.

Sin que esto necesariamente deje de conceptuarlos como idealistas, como de hecho más modernamente los catalogamos (pensadores entregados a un puro discurrir del razonamiento, que da para hacer ciencia y explicar la vida, rozando la meditación), tales inquietantes atisbos epistemológicos traen a la consideración la eterna discusión de la conciencia humana como derivada de la materia o de las ideas (dualismo materialismo-idealismo).

Al sacar a dios de los cuentos humanos, a Demócrito se le considera el primer ateo.  Postula que la realidad es materia:  "Los principios de todas las cosas son los átomos y el [vacío]; todo lo demás es dudoso y opinable"; y que "El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío, pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”.

Dice la literatura que Platón en su tiempo lo aborrecía y que, en un acceso de ira, intentó quemar sus escritos.

De Protágoras, su discípulo, el de la fase controversial arriba dicha, se dice que fue el creador del arte retórico y el primer profesional de la educación que se conoce:  sofista, viajero, donde iba cobraba un alto sueldo por enseñar.

Era lo que hoy se llama un agnóstico:  “respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana.” Actitud escéptica que, como en Pirrón (fundador del escepticismo filosófico), probablemente fue alimentada por su condición viajera y gran conocedor de mundo.

Su frase “El hombre es la medida”, independientemente de la interpretación individual o colectiva que se le dé, encarna un alto contenido de relatividad humana, fundamentalmente anclada en la capacidad de juicio de los hombres, inevitablemente soportada en el testimonio de los sentidos, considerados de dudosa exactitud o perversión hasta por ellos mismos, los antiguos.  No es casual que de esta línea familiar de filósofos mencionados algunos hayan acometido acciones tendentes a suprimir el yerro que se hereda del testimonio de los sentidos y que puede turbar la capacidad de juicio del hombre:  como se dijo de Demócrito, que se sacó los ojos para que no entorpecieran su meditación del mundo, también se dice que el filósofo Pirrón se extirpó las cuerdas vocales para así mantener una libre suspensión del juicio.

Después de leer su escrito Sobre los dioses, muerto su protector Pericles, este discípulos de Demócrito, Protágoras, cayó en desgracia.  Fue acusado de impiedad, y se impartió la orden de quemar sus libros y condenado a muerte o destierro, disyuntiva aún imprecisa.  Tal cual como ocurriera con Sócrates, condenado por profesar y propalar sus creencias, incómodas para el orden establecido.

Del maestro de Demócrito, Leucipo de Mileto, hay que decir lo que del mismo Demócrito:  fundó el atomismo mecanicista:  existe el ser (formado por átomos) como el no-ser (formado por el vacío), esto en aparente respuesta a las enseñanzas de su maestro Parménides.  Atiende la naturaleza formal de las cosas y señala, por ejemplo, que el alma esta formada por átomos esféricos.

 

II. La cruda materia

Lo anterior, tal retahíla sobre filósofos convencidos de  sus ideas y desconfiados del testimonio que le brindan sus propios sentidos, sienta el precedente conflictivo filosófico entre la autoridad y el pensamiento, emblemáticamente ilustrado con la vida y condena de Sócrates, si hablamos de los antiguos, y con la de Galileo Galilei o Giordano Bruno, si de los modernos.

Desterrar la magia como opción explicativa del mundo sensible y, en consecuencia, ser acusado de ateo por excluir a los dioses de las debidas explicaciones; traer a colación a los átomos, aquello no que no se puede cortar, y proclamar y propalar que ellos por sí mismos (no por dioses) generan una sensibilidad que permite percibirlos; sufrir persecución y quema de libros como represalia y castigo por todo lo anterior, inaugura un cuadro de la experiencia gnoseológica que encuentra repetición varios siglos después con Copérnico, Giordano Bruno, Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes en la fundación de la filosofía y ciencia modernas.

Y es porque en el fondo, puede decirse, lo mismo para antiguos como para modernos, pende a la consideración el tema de la materia y la conciencia, de las ideas y la conciencia, apartados que dividen en corrientes a la filosofía.  Los unos materialistas, desterradores de dioses en su explicación de que la conciencia humana es consecuencia de lo material; los otros idealistas, que propalan que la idea es lo primordial.

En el principio no fueron los hombres, seres concretos, sino los dioses, seres etéreos.  Es la era mágica y primera de la razón humana.  Herramientas y hasta los mismos sentidos humanos son prescindibles para acceder a lo que entonces los hombres proclaman sus verdades, sus esencias, sus dioses, su panacea explicativa.  Si en un principio son las ideas (eso etéreo inalcanzable), es consecuente que la meditación sea el camino esencial para acceder a ellas.  Por ello no extraña que un Demócrito se arrancase los ojos para no importunarla; o que un Pirrón se extirpase las cuerdas vocales para no contaminar su juicio durante su ocurrencia.

El único método que entonces precisa tal sistema filosófico para sin yerro dar con la verdad, para su ciencia fundar una historia natural, es el de la meditación y el de seguir la evolución del espíritu, como dijera casi dos mil años después Francis Bacon.  Porque la verdad está subsumida en lo esencial, en lo etéreo, en la interioridad del individuo que percibe su sustancia y en su abstracción de lo externo.  La primera edad filosófica del mundo es, pues, la meditación, con todos su yerros y omisiones respecto del mundo extraconciente.

Pero los hombres son humanos y están dotados ─limitada e imperfectamente─ de sentidos, entonces la medida de las cosas.  Son los “genios malignos” del error (tanto entonces como ahora), como también mucho tiempo después dijera Descartes.  Su testimonio fementido hacia la corriente interna de la evolución del espíritu y sus ideas eventualmente degeneraba en perturbación contaminante.  Así ─volvemos─ se explica la anécdota de Pirrón y Demócrito.

Sin embargo, con todo y su por algunos postulada inadecuación en la aprehensión de lo esencial, los sentidos fueron la primera medida filosófica, la primera escuela de los hombres, como lo es la misma infancia para el humano.  Verdad y error estaban implicados en su percepción y, aun en el supuesto de apreciar la verdad, su testimonio siempre se consideraba alejado de la pureza y divinidad imperante en lo esencial.

La tragedia para los hombres empieza con los brotes materialistas, muchísimo antes que la historia de estos griegos de los que hablamos.   En otras culturas y enfoques podía el agua generar la vida, tener sus propiedades y facultades, ser diosa instituida sin problema alguno; pero en la época griega que tratamos, atribuirle a la materia propiedades autónomas era incurrir en ateísmo e impiedad.  Un dios animaba la materia y con su magia la hacia sensible a la percepción humana.  Se entiende que no era posible eso de que “en un principio fuese la materia, luego la conciencia”. Los dioses siempre fueron.

Si ya la percepción imprecisa de las cosas comportaba una contaminación para la corriente interna de la busca de la verdad, perturbando la meditación, el libre fluir del espíritu, mayor drama habría de representar aseveraciones como que la materia tenía una sistémica vida propia, desentendida de divinidad alguna; grave era eso de que una moneda en la mano la percibo porque ella, materialmente, emite un peculiar efecto y no porque la anime un dios para que yo sepa.  Lo contrario no es idealismo, sino ateísmo, para desgracia de sus propulsores.

Se trata de una era primitiva del pensar, como llevamos dicho, ensimismada en su propia fenomenología, en su dialéctica, que abarcó toda la época del razonar griego hasta el luminoso Aristóteles, que, sin otro remedio y auxilio que sus ojos y el peculiar razonamiento de herencia y formación, parió y oficializó dicho espíritu para el devenir de la humanidad, hasta hace muy poco.

Los escolásticos se encargarían después de vestir el cuerpo del pensar griego con el ropaje religioso cristiano (o viceversa), haciéndolo Estado, lo cual seguramente ha de representar la mayor aspiración del idealismo filosófico entre los políticos hombres.

Cuando con sus métodos y herramientas advienen los hombres de la ciencia moderna (Copérnico, Bruno, Bacon, Galileo, Descartes) y empiezan a cuestionar verdades establecidas, empieza otra vez a repetirse el ciclo del acusatorio de “irrespeto” al pensamiento divino, la historia de herejía, el ateísmo o impiedad.  Pero está vez con mejores métodos y esperanzas defensivos para el “hereje”; con más ciencia y menos refutación (aunque, en contrapartida, con más fanatismo); con más materia terrenal y menos aérea conciencia, para decirlo con un lenguaje de mayor aclimatación.  Y el asunto ─la debacle aristotélica y ptolomeica, específicamente─ empieza por el cuestionamiento geocentrista. 

La materia cobró dimensión existencial, filosófica, científica; empezó a tener leyes, leyes ajenas a etéreas divinidades.  Los nuevos instrumentos, apoyo de los sentidos, exorcizaban en lo posible el yerro natural humano, esa ingenuidad del principio.  Y el mundo de los sentidos empezó a caer; Aristóteles, a tambalearse.  No era tan cierto eso de que los sentidos fuesen la medida de las cosas (tomando partido nosotros por una de sus interpretaciones):  los ojos decían que alrededor de la Tierra, divina ella, giraba todo; pero los instrumentos empezaron a comprobar lo contrario.

El método y las herramientas hicieron la diferencia respecto de la ingenuidad filosófica antigua; trajeron consigo la filosofía y ciencia modernas.

La filosofía antigua es como la primera escuela de los sentidos:  verdad y mentira navegan en ella, como en barcazas construidas con medidas ingenuas.  Aristóteles oficializó el espíritu griego, pero también su caterva errónea, transformada luego en autoridad.  Y los escolásticos luego hicieron ese trabajo: pervirtieron el espírtu idealista griego y lo reclavetearon haciendo de la barcaza una iglesia.  Ergo, tenemos al hombre, ser político y religioso, pensante humano, sometido en su pensamiento al tal método de autoridad mental, avasallado, en fin, por tanta “verdad” impuesta, en los sucesivo acariciando el arma del dudar y la desconfianza. Esto si reducimos al hombre a la simpleza interpretativa de que es un ser de conflictos, de fe y rebelión.

Las nuevas herramientas, actitudes y métodos invirtieron los papeles en la busca de la verdad:  ahora lo perturbado en el hallazgo no era la corriente interna del espíritu; al contrario, el espíritu humano, con su formación y carga de maderos claveteados, era quien entorpecía el libre fluir e interpretación de la corriente material y sus leyes.  El punto es materia de reflexión para Bacon en su Novum Organum y sus conocidos ídolos del prejuicio.

La vida es sueño

 

“Descartes dice que la actitud filosófica equivale a despertar uno cada día a la verdadera realidad.  La metáfora del “sueño de la vida”, ¿es invención de Descartes?  ¿La emplean otros conocedores de lo humano:  poetas, literatos, dramaturgos y pintores?  Está justificada esa alusión universal al engaño y la ilusión de la vida humana?”
“¿Qué poder tiene el hombre frente a dudas e incertidumbres, según Descartes; y por qué es difícil ejercerlo?
Ignacio Burk

No inventó Descartes la metáfora el “sueño de la vida”, a pesar de sus concentradas meditaciones sobre la posibilidad del error humano en el contexto de la percepción ilusoria o engañosa en el hombre.    Es tema antiguo y hasta más viejo, y es de fama la metáfora de la caverna de Platón, donde apenas el humano puede percibir la sombra de las cosas esenciales, muy alejadamente del corazón de la divina verdad.

Podría decirse con Descartes que el ser humano es un sujeto de error perceptual en la medida en que sus sentidos son la medida de las cosas, parafraseando a Protágoras (485-11 a.C.), aunque en un sentido muy diferente a su originalidad; y en esa medida, sobre la posibilidad eminente de la imprecisión, el hombre sería un ser de ilusión, de engaños, como viviendo en sueños, por consiguiente, tomando la ficción por realidad.

Deja Descartes claro en sus Meditaciones que la percepción de los sentidos no le merecen confianza, como es ya lugar común decirlo, y llega incluso a catalogarla en sí misma como un pensar, dado que su reflexión apunta a que no es posible tener una idea en el intelecto que antes no estuviera en los sentidos (véase ““Meditación sexta:  sobre la existencia de las cosas materiales y sobre la distinción real del alma y del cuerpo”).

No obstante, advierte que no es fácil sustraerse a semejante dulzor de la percepción fácil e ingenua, si se contrasta con la acción trabajosa de tener que descubrir nuevas realidades y lidiar con ellas, de tener que dudar de lo presente y preconcebido, situación que inevitablemente alteraría el ritmo placentero de la corriente vida de los hombres, entregados al soñar del mundo conocido.

Cuestionar la preconcepción aristotélica de la vida, dudar de los sentidos como transmisores de realidad y fundar nuevas actitudes frente a lo establecido como universalidad (duda metódica) se redondean en su archiconocido aporte a la revolución científica y a la filosofía moderna; pero es también suya esa propuesta intrínseca y vital de que el hombre filosófico es aquel que despierta a diario a verdaderas realidades, fuera ya de la burbuja ilusoria del sueño y su irreal mundo conocido.

Sueño fue durante siglos la farsa perceptual aristotélica, argumentada (impuesta) prácticamente como destino.  Falaz fue su cosmogonía, sin embargo percibida como la realidad, el mundo, hasta que hombres como Copérnico, Galileo, Descartes y Bacon se sustrajeron del sueño y quebraron el cómodo transcurrir de la historia.

Su legado consiste, después de fundar métodos de ciencia y revolucionar el mundo conocido, en una eterna advertencia sobre lo humano, la verdad y el error, como decir, la duda eterna respecto del ser de las cosas.

En su obra (sus Meditaciones) se propuso primordialmente demostrar la existencia de Dios, vale decir, de la verdad, como lo declara en su “Meditación tercera:  de Dios, que existe”); pero la empresa, de suyo infinita e inatrapable, sólo se hizo susceptible a la demostración de lo que no es, es decir, al desmontaje de todo un sistema de falsedades de la historia y mente humanas.  Como si se pudiera decir:  demuéstrese la existencia de Dios develando lo real en medio de su obra, lo creado.

Al pelo vienen los versos de Pedro Calderón de la Barca (1600-81), en su obra La vida es sueño

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ficción,
Una sombra, una ilusión,
Y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
(Acto II, escena 19)

como para sentar aquello ilusorio de la vida frente al poderío final del destino, y que el hombre nuevo cartesiano estaría llamado a desenmascarar en su busca epistemológica.  Soberbios y mansos, suntuosos y humildes, farsas y realidades, todo parece perecer en esa especie de agujero negro que es el final, la muerte, que hace del todo una nada (sentido calderoniano) y hace lucir fantasmal a la vida.

Con Descartes se dirá que siempre el reto será aprehender a Dios, la verdad, la vida, la muerte, lo real...; o, mejor, incluso, determinar qué hay de falso en lo que de ello percibimos.

 

“¿Está Descartes muy seguro de que toda pregunta filosófica tenga también una respuesta satisfactoria?
Ignacio Burk

¿Está Descartes muy seguro de que toda pregunta filosófica tenga también una respuesta satisfactoria?(1)

Las Meditaciones de Descartes están concebidas, principalmente, “para probar la existencia de Dios”, según lo asienta en la sinopsis previa a las mismas y según lo desarrolla en la “Meditación tercera:  de Dios, que existe”.(2)

Ahora, como no existe una idea que no contenga la pretensión de representar alguna cosa y como las cosas son ciertas en tanto se perciban clara y definidamente, el razonamiento de Descartes no vacila en redondear a Dios como la representación de lo infinito (y viceversa), representación contentiva de una mayor realidad objetiva que las contenidas en las substancias finitas.  Por lo tanto, la idea de Dios, su existencia, su infinitud, su omnisciencia, su creación de lo existente, es la idea suprema, la realidad máxima, la verdad y el conocimiento eternos.

Es verdadero “lo que conocemos de un modo claro y definido”, y el hombre, ser finito, con su voluntad y capacidad de juicio, abarcado en la materia infinita que es Dios, por lo tanto procedente sus facultades de la materia divina, luego estaría desasistido de la razón si negara claridad y definición a la idea de la existencia de Dios.

De modo que el entendimiento tendría que conducir a responder que filosóficamente es posible una respuesta sobre la existencia de Dios, como de cualquier otra pregunta, tales como las paradigmáticas “¿De dónde venimos?”, “¿Hacia dónde vamos?”, etc; que podría aspirarse a una respuesta satisfactoria si no fuera porque el hombre posee una facultad de raciocinio (juicio)  limitada y hasta corrompida por los errores de los sentidos, las ideas preconcebidas, la educación desviadora recibida, los efectos relacionados con la voluntad y los sentimientos.

Advierte Descartes que el alma humana, en virtud de la voluntad y los sentimientos, tiende a la comodidad, a la facilidad de la preconcepción, desistiendo en más de las veces en transitar el camino del cuestionamiento y la duda, que puede conducir a la verdad, a descarnar lo falso que la oculta, y esto cuando el error no es atribuible a carencia de conocimientos (el error es un defecto de la facultad de juicio,  una “privación o carencia de cierto conocimiento que debería existir en mí de alguna manera”(3)).

La mente ha de apartarse de los sentidos, como de los prejuicios, y esta reflexión se hermana tanto con la actitud como con los conocidos “ídolos del prejuicio” de su contemporáneo Francis Bacon, así como con los trabajos científicos de Galileo Galilei, dedicados a parir un método del pensamiento que conduzca a la verdad y razonamiento sin el vicio del error y dedicados a desenmascarar los engaños filosóficos establecidos por el aristotelismo.

Las siguiente palabras de Descartes profundizan en demostrar la existencia de Dios, como la finitud e imperfección propias, así como en la condición del yerro humano y el propósito filosófico que debe privar en toda búsqueda humana: 

Si mi existencia procediese de mí mismo, no dudaría, no desearía, ni me faltaría nada en absoluto; puesto que todas las perfecciones cuyas ideas existen en mi mente me las habría dado a mí mismo, y de tal manera yo sería Dios. (“Meditación tercera:  de Dios, que existe”(4)).

 

Notas:
(1) Ignacio Burk:  Filosofía, una introducción actualizada / Pedro Luis Díaz García y Luis Felipe Quintanilla Ponce, col. – Caracas, Ediciones Ínsula, 1.984. – 552 p. – Bibliogr., p 532.
(2) Rene Descartes:  Meditaciones metafísicas [meditaciones completas de Descartes] [en línea]. – Trad. José Antonio Míguez. - [S.F.]. -  http://www.scribd.com/doc/37686804/Meditaciones-Metafiscas [también aquí, documento completo, solicitando afiliación gratuita por ser material con derechos de autor:  http://docuapoyo.blogspot.com/2009/10/meditaciones-completas-de-descartes.html?zx=e3481da535e0f1a0]. - [Consulta:  8 oc 2.011].
(3) Op. Cit., “Meditación cuarta:  sobre lo verdadero y lo falso”.
(4) Ibídem, “Meditación tercera:  de Dios, que existe”.

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